La experiencia revela demasiado a menudo que nuestra sociedad no se caracteriza precisamente por su nivel de conocimiento y, sobre todo, por la calidad de lo que conoce y cómo lo conoce. Dispone, como nunca, de un sinfín de medios para formarse, para ampliar su cultura, para diversificar los saberes que le permiten disfrutar de aquello que la apetece. Y, sin embargo, el panorama general no invita precisamente al optimismo. Las estadísticas en este sentido son preocupantes: el porcentaje de españoles que leen, al menos, un libro al año no llega al 30 % de la población, los hábitos culturales aparecen en exceso condicionados por las modas o los acontecimientos esporádicos que orientan la llamada “industria cultural” (término aberrante, aunque muy de moda y de connotaciones claramente pragmáticas), mientras se dejan de lado aquellas facetas del enriquecimiento de la mente que requieran algo de esfuerzo o de la propia capacidad de iniciativa, sin menoscabo de los asesoramientos que se necesiten para ello y sin más satisfacción que la que procura formarse en libertad.
En su lugar cobran fuerza insospechada las manifestaciones más lamentables de lo cutre y lo tendencioso. Y no me refiero sólo a esa apoteosis de la vulgaridad hacia la que derivan los entusiastas de los devaneos ajenos, al socaire de figuras "estelares" que son el contraejemplo de la decencia, sino a esa peste en que se han convertido tertulias, tertulianos y tertuleros que, reproduciéndose a sí mismos en una cinta sin fin, dicen, repiten, sobreabundan en las mismas cosas, en idénticos argumentos, sofismas y mentiras, propalados a menudo con un tufo reaccionario que asusta, aprovechando las nuevas plataformas de la TDT , que han hecho de una parte de la televisión un auténtico vertedero de insultos a la inteligencia y a la ética pública. He decidido hace tiempo evitar esos saraos: en la mayor parte de los casos siempre están los mismos, hablan con engolamiento de lo que no saben, presumen de lo que carecen, provocan sin sentido y sólo les mueve la complacencia con "the master's voice" (¿se acuerdan del conocido logotipo de la Deutsche Grammophon?).
Pero para mí lo más lamentable es comprobar, como no hace mucho señalaba Rafael Argullol (uno de los intelectuales más serios de este país y al que nunca verán tertuleando) que los jóvenes universitarios – excepción hecha de los que están al margen de esta tendencia - lamentablemente destacan por ser uno de los grupos con menos interés cultural de nuestra sociedad, lo que explica que no lean la prensa escrita, salvo que sea gratuita, que no acudan a libros ajenos a las bibliografías obligatorias o que no asistan a conferencias si no son reconocidas con créditos útiles para su currículo académico.
Ante esta tesitura cabe preguntarse si se ha llegado, o se corre el riesgo de llegar, a la consideración de que esos desconocimientos no representan problema alguno para los ignorantes, hasta el extremo de que acaben adquiriendo la idea de que la ignorancia es impune, convencidos de que la formación cultural resulta irrelevante para su propia consistencia como personas y de cara a su inserción en la sociedad. ¿Hasta qué punto se acaba aceptando la banalización de los saberes como algo inevitable o, lo que es peor, indiferente en la medida en que el utilitarismo sin matices prima como principio de actuación frente al cuestionable valor del conocimiento, al que sólo se puede acceder de forma crítica y con una dosis de esfuerzo que no se está dispuesto a realizar porque ya “no resulta eficiente”? ¿Hasta qué punto, y salvo que se diga lo contrario y las medidas adoptadas lo neutralicen, la implantación del modelo de Bolonia no corre el riesgo de exacerbar ese proceso, haciendo de la Universidad esa “fábrica de la ignorancia” de que hoy tanto se habla?.