

Creo estar en lo cierto cuando afirmo que la gran mayoría de la sociedad española es honrada, trabajadora, sensible y con espíritu crítico ante los problemas de nuestro tiempo. Tanto en los ambientes en los que habitualmente me desenvuelvo, ya en el trabajo o en el ocio, como cuando me informo a través de los cauces que valoro o asisto a actividades culturales de la más variada índole percibo a mi alrededor sensaciones creativas, en las que el debate respetuoso está presente, donde la gente habla sin gritar, escucha con educación y elude el aspaviento, el insulto y la impertinencia.
Entiendo que es el modelo de sociedad que domina frente a la vulgaridad y el mal gusto que de cuando en cuando sacude, como una fusta brutalmente violentada, el espacio mediático. Sin duda su resonancia es grande porque cuentan a su favor con la disposición de las herramientas que propalan a los cuatro vientos sus exabruptos y estridencias. En ocasiones he llegado a pensar que cuando sujetos que, desde el espacio público, alardean de pederastia o de fantasías sexuales, que ofenden la inteligencia, o presumen de actitudes que avalan la desvergüenza más miserable lo hacen porque consideran que sus frases tienen una audiencia que los jalea o, lo que es peor, porque no son conscientes de lo que realmente dicen, sintiéndose impunes en medio de un escándalo que en el fondo les trae sin cuidado porque piensan que de él incluso pueden sacar tajada. En realidad viven, pues no saben hacer otra cosa, de mostrar impúdicamente sus obsesiones a modo de proclamas originales, que no son otra cosa que palabras rancias, anacrónicas y repletas de mezquindad.
En esta patulea de la indecencia rijosa coexisten algunos políticos, que con estilo chulesco alardean de decir lo que piensan sin pensarlo, con periodistas, escribidores y tertuleros de medio pelo, que sorprendentemente ocupan tribunas abonadas con dinero público y en las que se regodean diariamente en medio de sus propias excrecencias. Normalmente suelen responder a un denominador común: son tipos cebados en la ofensa a la mujer, es decir, en la consideración de la mujer como un ser susceptible de ser denigrado sin rubor alguno, movidos por esa depravación machista en la que todos incurren al mezclar el rechazo político con la ofensa personal. También se ensañan con los débiles, con los pobres, con los que no pueden defenderse, con los que lo pasan mal.
A uno de estos bocazas, de palabra miserable y mente sórdida donde la haya, la que lo invitó a su programa televisivo calificó como “enfermo”, sin que el individuo frenara su verborrea indecente, oida por varios grupos de niños que sorprendentemente asistían a un debate centrado solo en la sal gruesa, en la chabacanería y en el insulto al adversario. ¿Saben los padres a lo que se exponen sus hijos acudiendo a los corrales de Telemadrid? Enfermo es sin duda el tipo de marras. Pero dudo de que el personaje sea consciente de su patología, pues, a renglón seguido, quien acoge en su ropaje mediático a tales emblemas de lo cutre sale en su defensa y los respalda asumiendo incluso la brutalidad y obscenidad de sus mensajes, al afirmar sin rubor que si se supiera de sus conversaciones privadas, "estaría muerta" (sic). Algún día se hará balance de lo que quien comento ha hecho en perjuicio de la calidad de la democracia española y de la dignidad de la política. Nadie se libra tarde o temprano del juicio objetivo de
Con todo, y partiendo del hecho de que esas cosas suceden porque determinados ámbitos políticos amparan o excusan tales barbaridades, lo cierto es que la sociedad, la gran mayoría de la sociedad, camina por otros derroteros. Los problemas de la gente son otros, sus preocupaciones se debaten en escenarios diferentes, sus sensibilidades priman sobre la desvergüenza que la galaxia de lo cutre trata de imponer. De modo que, por más que el ruido de la miseria moral impregne el ambiente y dé la sensación de que estamos en el país de la bazofia, somos muchos más los que abominamos de ese estilo y nos avergonzamos de ser conciudadanos de tales miserables.
Observar y detenerse en los letreros que en la calle dan cuenta de la vida y de la historia de un lugar arroja enseñanzas valiosas, que a veces sorprenden. Nada de lo que se difunde gráficamente en el espacio público para que los demás lo vean es inocente y banal. Nada es casual e intrascendente. Esconde siempre una intencionalidad, un propósito decidido, que invita a la reflexión, alienta el comentario o simplemente sirve para hacerse una idea de lo que el responsable del aviso o del anuncio pretende.
Pasear por el espléndido puente del siglo XVIII que cruza el Ebro en Miranda de Ebro, una villa industrial en el nordeste de la provincia de Burgos, es un placer, que permite no sólo contemplar la perspectiva del río más caudaloso de España, patrimonio de todos porque varias regiones atraviesa, sino también apreciar el significado histórico que esa obra desempeña en el engarce del núcleo originario de la ciudad (el barrio de Aquende: magníficas las referencias de los edificios catalogados por su interés arquitectónico) con el espacio en el que han tenido lugar los principales procesos de crecimiento y transformación urbanística (el barrio de Allende). Mas el viajero que mira en lontananza sin reparar en detalles nimios de pronto se detiene porque el ojo izquierdo, que guarda para los detalles de cerca, le indica que algo llama la atención. Pocos quizá se fijan en el hecho, pero, a fe del paseante, la cosa tiene su intríngulis.
Excelentes descripciones sobre los caracteres arquitectónicos de los edificios singulares del barrio histórico de Miranda de Ebro. Un ejemplo a seguir.
¿De qué se trata? De algo tan significativo como los cambios introducidos en las placas que dan testimonio de las reparaciones efectuadas en tan destacada infraestructura. Han sido tres:
La primera durante el reinado de Carlos III, aquel monarca admirable que trató de modernizar España contando con algunas de las mejoras cabezas que ha dado la historia del país y bajo cuyo mandato se acometieron importantes obras públicas; en la segunda gobernaba a la sazón Alfonso XIII, aquel rey de imprudencias gravísimas que acabó en el exilio y en la ruina…. Y en la tercera, ¿qué ha ocurrido en la tercera reparación? Pues nada, que alterando el modelo utilizado hasta entonces, la figura del Jefe del Estado ha desaparecido. No hay rey que valga, ni referencias monárquicas que encuadren la época. El que mandaba en el momento no lo hacía en España, sino en su ciudad, en su pueblo, en su ámbito de poder y relaciones. Mandaba el alcalde. Y punto.
Lo curioso es que el munícipe que hizo tal cosa fue el mismo que encargó la inscripción relativa a la reforma anterior, en la que sí figuraba el rey pero no el alcalde. ¿Cómo entender esa modificación? ¿Como olvido deliberado, que lo es, del monarca de la época o como demostración de ese empeño obsesivo de los alcaldes de nuestros días que, celosos de su legitimidad, que la tienen, están dispuestos a figurar en todo lo que inauguran para que su nombre vaya asociado para siempre a su paso por el poder que todo lo puede?