
¿Cómo llegar al ciudadano, abrumado por mensajes que no le dicen nada e incluso le desorientan? ¿Cuál ha de ser el reclamo que invite a prestar atención y a dedicar siquiera sea unos minutos a la lectura de lo que se desea transmitir? El arte de la publicidad se manifiesta en el sinfín de posibilidades e instrumentos de que se sirven los talentosos del diseño y de la frase lograda para evitar el enorme riesgo de la indiferencia. Es sabido que la reiteración de los mensajes y las imágenes que los acompañan llega a provocar hastío, puede que hasta rechazo, pero también es cierto que, a fuerza de recibirlos, el individuo acaba por asumir, aun de manera inconsciente, la existencia de un producto artificial o de una idea prefabricada que, a la postre, acaba haciendo mella en el comportamiento hasta decantar a su favor, y por contradictorio que parezca, la elección finalmente realizada.
Como no podía ser de otro modo, el ejercicio de la política adopta los paradigmas más sofisticados de la parafernalia semiótica que gravita en torno a la publicidad. Podría hacerse, si no se ha hecho ya, un verdadero tratado relativo a las aportaciones del mensaje político al incomensurable acervo de la historia publicitaria. Seguramente podrá apreciarse la adecuación de las ideas dominantes a la realidad social de cada momento, a las sensibilidades de la época, a las apetencias que orientan la conducta en función de los objetivos más deseados por aquellos a quienes van destinadas. Es lógico que así sea, pues nada más desacertado que alentar un ambiente de sugerencias y motivaciones que no se corresponden con lo que realmente el destinatario desea o necesita.
Sin embargo, todo parece indicar que en los tiempos que corren los mensajes específicos deben quedar supeditados al impacto de la expresión que llega al ciudadano como testimonio más de una actitud subjetiva que de una reflexión racionalizada. Alentar el proyecto de gobierno a través de la pasión que se siente por algo conduce a simplificar el contenido en torno a una palabra que lo dice todo, tratando de provocar con ella una reacción sentimental con la que nadie puede sentirse a disgusto, pese a que tampoco comprometa a nada.
Vivimos tiempo de pasiones soterradas, que el discurso político trata de hacer suyas sin que se sepa muy bien de qué manera la “pasión”, simplemente como tal, y simbolizada en la figura del corazón omnicomprensivo, puede identificarse con lo que, en esencia, ha de ser un modo de hacer política fiel a los principios del buen gobierno de lo público con todo lo que ello implica. No dudo en absoluto que ese sea el objetivo de quien se postula para renovar su mandato como alcalde de la ciudad de Soria, y quien, por lo que he sabido, goza de alta valoración ciudadana. Mas ello no impide reflexionar sobre lo que significan los “slogans” políticos en estos tiempos de confusión entre las apariencias y la realidad.