Es incómodo vivir entre la esperanza, la desazón y el escepticismo. Sensaciones encontradas concurren y colisionan ante las perspectivas de un escenario en el que el genocidio y la destrucción de Israel sobre Palestina, sin parangón en el siglo XXI, marcan al tiempo el punto de llegada y el punto de partida. Todo esta destruido y todo está por construir. pero ¿de qué manera y con qué horizonte temporal?
Una especie de hiato aparente se establece entre lo sucedido y lo que pueda suceder en virtud de un plan de paz unilateral que suscita tantas sospechas como dudas e incertidumbres. Todo queda supeditado a la espera de que los bombardeos y los asesinatos de Netanyahu cesen ( que no han cesado), de que los rehenes y los prisioneros sean liberados, de que queden esclarecidos los criterios para restablecer la vida y las infraestructuras destrozadas, de que la transparencia de lo sucedido (repleto de incógnitas aún sin descifrar) venga acompañada del rechazo a los intentos de impunidad de sus responsables, de que los derechos de los palestinos sean amparados tanto en Gaza como en Cisjordania y en Jerusalén Este, de que la tierra merecida esté sujeta a los derechos y obligaciones de la propiedad legalmente reconocida... Y a la espera de que, al fin, prevalezcan los principios del Derecho Internacional, tantas veces mancillado. Objetivos necesarios para que los derechos humanos se impongan como regla de conducta y de seguridad jurídica.
El deseo de que la paz llegue al fin no debe quedar disociado del hecho de que se trate de una paz justa y no de la paz de la humillación y los cementerios, construida impúdicamente sobre el inmenso cementerio gazati, un mausoleo que permanecerá vivo en la memoria del mundo para siempre. Cuesta abrigar esperanzas después de lo visto y sufrido. Numerosos son los recelos que suscita el "plan" fraguado por individuos insensibles, sin alma, que no generan confianza alguna.
Es la razón que obliga a presionar sin descanso a favor de los equilibrios que hagan posible la convivencia en las tierras de Israel y Palestina sin abandonar por un momento los instrumentos de vigilancia y presión por parte de la comunidad internacional y de la ciudadanía que tanto protagonismo ha adquirido como expresión universal contra el genocidio acometido con tanta impunidad.
Pues no cabe duda de que no es baladí la influencia que esas movilizaciones han tenido, y están teniendo, en la necesidad de acabar con tanta muerte, expolio y destrucción y de que la verdad sea esclarecida.
Aunque se podía haber avanzado mucho más, el aislamiento internacional de Estados Unidos e Israel, sumido en el mayor descrédito de su historia, y el repudio del mundo a su responsabilidad de Estado genocida y ladrón- aspecto en el que el Gobierno de España y los españoles han dado muestras de una conciencia relevante, pionera en el mundo, que alguna vez convendría valorar por el enorme significado que ha tenido- han demostrado que, por más que la violencia atroz forme parte de la politica criminal del régimen israelí, la respuesta colectiva, creciente y universal, resulta tarde o temprano determinante para el fortalecimiento de una toma de conciencia destinada a ponerla fin.