
Ha ocurrido, al fin, tal y como se esperaba, y se temía.
La Europa de la Cohesión Económica y Social,
la Europa del Estado del Bienestar y de la protección y salvaguarda de los derechos de los trabajadores,
la Europa defensora de la semana laboral de 48 horas, que
la Organización Internacional del Trabajo (OIT) aprobó hace 91 años, ha optado por asumir la altísima cota de modernidad y progreso que supone
la vuelta a la semana laboral de 60 horas (65 en casos especiales). El acuerdo es hipócrita a más no poder, ya que precisa que, aunque la duración máxima sigue siendo de 48 horas semanales,
queda abierta la posibilidad de sobrepasar este nivel a través de los mecanismos de negociación que lo permitan. Es decir, se trata de una
medida asociada a la eliminación de la negociación colectiva como mecanismo reemplazado por esa práctica tan saludable del “sálvese quien pueda”, algo que ahora se interpreta eufemísticamente mediante el uso de una jerigonza actualizada, que lleva a hablar de
free-choice (libertad de elección del trabajador en materia de jornada), y de
opt-out (exclusión voluntaria, al ser el trabajado

r el que renuncia expresamente al máximo de 48 horas), como medidas destinadas a favorecer el
dumping social, soporte ilusionante de una competitividad a toda prueba.
No le ha costado mucho a la señora Marjeta Cotman, ministra elovena de Empleo, convencer a sus colegas comunitarios, que ya iban dispuestos a lo que les echaran en la cumbre de Luxemburgo, donde, en la medianoche del 10 al 11 de Junio, se ha aprobado esta Directiva que coloca a
la UE en la punta de lanza de la competitividad supercompetitiva, sin nada que envidiar a las jornadas de trabajo que se gastan en Malaisia, en Corea del Sur o en nuestra siempre añorada Filipinas.
Pero no hay que echar toda la responsabilidad a la presidencia de turno eslovena. Con la llegada al poder en Italia de ese pedazo modelo de calidad democrática que es Don Silvio Berlusconi, alias
el repeinao a la milanesa, que ha servido de refuerzo a la esplendorosa troika mancornada por
Il Cavaliere, Mr. Sarkozy y Mr. Brown, la suerte estaba echada. Fuera, pues, el modelo garantista, caduco y trasnochado, y no digamos nada de la abominable jornada de las 35 horas, que para el artillero francés era sinónimo de nefasta perversión de un socialismo de telarañas. Para modernos, nosotros, y el que venga atrás que arree, se han dicho con la sonrisa de oreja a oreja, como acostumbran. Primemos el trabajo a destajo, que
los bajos salarios ya están asegurados, rompamos la unidad de acción, y ahora que los sindicatos están mirando al cielo – o, al menos, eso parece – unámonos todos en la lucha final por la competitividad, que ha de estar apoyada no tanto en la mejora de la innovación, en el desarrollo de la sociedad del conocimiento y en la calidad de los recursos humanos como se planteaba en la Estrategia de Lisboa, que nuestros predecesores suscribieron en el 2000, sino en el trabajo a esgalla como fuente de todas las fortunas y prosperidades.
M

as no todos se han unido, de momento. España, Bélgica, Chipre, Grecia y Hungría (¿qué ha sido del avanzado Sócrates de Portugal, que ni sabe ni contesta?) han marcado distancias con su abstención, actitud cautelosa aunque no de firme oposición, pese a las declaraciones rotundas de Don Celestino Corbacho, ministro español del ramo, que no dan pie a la ambigüedad (ha llegado a decir que supone “
un retroceso en la agenda social”), al igual que las de Joelle Milquet, ministra belga, cuando afirma que "
La Europa social no está verdaderamente en marcha". Tan preclara directiva se remite ahora al Parlamento Europeo, donde esperemos que los debates nos saquen de la sordina que hasta ahora ha habido sobre tan importante asunto. Todas las miradas están puestas en él, a unos pocos meses de las elecciones que lo han de renovar: ¿estará a la altura de las circunstancias o se limitará a ser la voz de los que mecen la cuna?.
Ay, Unión Europea. ¿Qué ha sido de Monnet?, ¿qué de Delors?, ¿qué de
la Carta Social?. Tiempos vendrán que no reconoceremos.
Fotografía: Primero de Mayo en las calles de Valladolid. Y ahora ¿qué?