2 de noviembre de 2020

No es honesto utilizar la lengua como moneda de cambio político

 La lengua castellana es idioma sólido e imbatible. Es la tercera lengua más hablada del mundo y la segunda por dimensión geográfica. Es la lengua común de los españoles. Su aportación a la cultura universal ha sido inmensa y muy reconocida a lo largo de la Historia. No debe preocupar su supervivencia, que está más que garantizada. Sí inquieta, empero y mucho a la par que sorprende, el uso obsceno y particularmente interesado que de ella se hace como moneda de cambio en negociaciones políticas de carácter coyuntural, para afianzar mayorías episódicas de gobierno que alteran fundamentos estructurales de la vida en común corriendo el riesgo de crear situaciones irreversibles y lesionando principios constitucionales hasta perjudicar gravemente el marco mismo de la convivencia que las lenguas construyen.

El ciudadano se pregunta anonadado si es realmente necesario someter a almoneda de oportunidad y quidproquo un valor tan preciado como la lengua común, que va más allá de la identidad para constituir una herramienta enriquecedora de la propia formación intelectual de quienes la cultivan, ya sea como lengua única o en coexistencia con otras. Y es que la llamada inmersión lingüística es un eufemismo políticamente perverso y culturalmente regresivo, esgrimido o respaldado por fuerzas retrógradas, con el que se quiere justificar una política social de exclusión, discriminación y pretendida superioridad. Significa, como señala Jaime Carballo, la humillación del español en España y una vulneración del Art. 3 de la Constitución.
Que el Partido Socialista Obrero Español, uno de los grandes partidos con implantación en todo el Estado, introduzca la lengua en el juego de las componendas políticas y se preste de forma explícita a esa vulneración del espacio cultural compartido que en el conjunto de España aporta el cultivo sin restricciones de la lengua de Quevedo, Pardo Bazán, Galdós y Miguel Delibes, y sin que ello implique riesgo alguno para la vitalidad y el uso de las lenguas vernáculas con las que coexiste en el Estado, es algo que resulta tan inconcebible como reaccionario. El coste que ello supone como imagen de opción de Estado puede ser muy grande, y en modo alguno asumible en función del oportunismo coyuntural y cortoplacista que tan ominoso acuerdo, posiblemente inconstitucional, representa.

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