Bien sabido es que la empresa privada tiene la lógica aspiración a mejorar la cuenta de resultados. Por su parte, la empresa pública la tiene a mejorar la vida de los administrados, de la ciudadanía. Mezclar ambos conceptos, aun a sabiendas de las distorsiones que provoca, conduce a la inevitable supeditación de lo público a las premisas de rentabilidad que rigen las estrategias cortoplacistas impuestas por los gestores de lo privado, con los que a su vez determinados elementos de la dirigencia pública, es decir, del poder, establecen vínculos lucrativos y de reconocimiento que a la postre acaban aflorando como manifestación inequívoca de formas de corrupción, que se muestran incontroladas.
Y es que, como se ha podido comprobar hasta la saciedad en experiencias hospitalarias y educativas, todo ello deriva en un modelo con tantos resquicios como la suma de la creatividad privada para incrementar sus objetivos más la inoperancia en el control por parte de lo público. El resultado, escandaloso, como se ha comprobado en el caso del Hospital Universitario (público) de Torrejón de Ardoz (Madrid), no debe sorprender a nadie.
El servicio así prestado se deteriora y encarece, llegando incluso a convivir con el modelo como si fuese el más adecuado. Lástima que estas disfunciones, social y económicamente lesivas, no se tengan en cuenta a la hora de votar...
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