Me fascina ese árbol, a mi juicio el más hermoso y simbólico de Valladolid. Lo contemplo casi a diario y rara es la vez en la que no me detengo un momento ante él para analizarlo de cerca. Es un cedro, emblema de la arboricultura mediterránea, que se yergue en una de las plazas más relevantes de la Historia de Europa.
Llama la atención porque se manifiesta altivo y humilde a la par. La altivez define los rasgos de su porte, soberbio e impactante a la mirada de quien lo observa. La humildad, si es que se puede utilizar esta palabra en el caso que nos ocupa, se asocia a la rama que, de manera genuflexa y mirando al Este, aparece doblada, postrada y en postura de pleitesía ante las referencias históricas que resaltan el significado de ese espacio singular. Es curioso. ¿Cómo es posible que esa rama, robusta y potente, se haya doblado de esa manera en un proceso puntual de pérdida de la verticalidad en un árbol que es todo esbeltez y fuerza mirando al cielo?
Guántas alusiones literarias han merecido los cedros, conspicuos representantes de una vegetación indómita frente a los vientos que sacuden el Mediterráneo? El paseante se enorgullece al pasar a su lado, porque considera que le pertenece. Lástima de la placa explicativa colocada a su vera y que el tiempo ha borrado sin que nadie haya reparado en la necesidad de reponerla para información de quien se interesa por tamaña maravilla natural.
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