Cuando todos sumisamente se pliegan en la cumbre de la OTAN celebrada en La Haya al cabecilla cómplice del genocidio de Gaza, de nombre Donald Trump, y, a la llamada de su esbirro holandés, que atiende como Mark Rutte, adoptan un acuerdo que nadie cumple ni seguramente va a cumplir de ahora a diez años vista, el observador se pregunta, decepcionado, si no estamos asistiendo a la gran ceremonia de la hipocresía servil, de la autohumillación y la vergüenza ajena que provoca.
¿Todos? No. Solamente uno, que representa a España, enarbola la bandera de la dignidad esgrimiendo sólidos argumentos de sensibilidad social que entran en flagrante contradicción con las premisas del siniestro forajido estadounidense, del que no se sabe otra cosa que su complicidad con el genocidio palestino al tiempo que su propensión a la mentira compulsiva, a la violación del Derecho, al triunfalismo falaz y vergonzoso y a las más ridículas contradicciones.