No hay crimen más execrable que la matanza masiva y deliberada de la población infantil que forma parte esencial de una comunidad cultural y socialmente estructurada. Cuando se utilizan el fuego y el hambre de manera generalizada para destruirla bien se sabe que los grupos más afectados son los más vulnerables - los ancianos y los niños - dentro de la pirámide de edades.
Mas cuando el asesinato de niños se lleva a cabo con la conciencia y el cálculo de su magnitud el impacto que la política genocida tiene en la evolución y en la configuración de la sociedad afectada es especialmente demoledor. Se persigue con ello destrozar su futuro, poner en jaque la recuperación generacional, reducir al máximo las posibilidades de supervivencia de esa comunidad. La Biblia nos dice que es lo que trató de hacer un judío llamado Herodes y también la memoria nos recuerda el ensañamiento con los niños por parte de muchas de las prácticas colonizadoras y de devastación étnica que en el mundo han sido.
Los niños son un blanco fácil, un grupo de extrema fragilidad, incapaz de defenderse y de hacer frente a la barbarie. De ahí que destruirlo constituya la práctica política más perversa e ignominiosa que imaginarse pueda. Eliminar a los niños para que una comunidad se debilite hasta el extremo, se sienta brutalmente humillada o desaparezca supone la mayor afrenta que el mundo es capaz de experimentar al tiempo que pone en evidencia el nivel de abyección moral, inhumanidad y depravación de quien la practica.
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