Amanece en Silos de buena mañana. No supone el madrugón ningún esfuerzo cuando se trata de observar y disfrutar de cerca de los sonidos del canto gregoriano en un recinto impresionante, sobrio y sin alharacas, donde reinan la paz y la sensación de sumergirse en un ambiente que sobrevive al paso del tiempo más allá de las creencias que cada cual pueda tener. Hay ocasiones en las que las sensibilidades culturales de calidad desvanecen las diferencias ideológicas.
Acercarse a Silos, apenas sale el Sol, cruzando el desfiladero de la Yecla en esa espectacular hendidura de falla que rompe la armonía del anticlinal cretácico para manifestarse en un entramado bellísimo de formas kársticas, modeladas por el agua, es realmente un placer mientras se comprueba la belleza del espléndido sabinar que tapiza el paisaje de montaña media, preludio de la cordillera Ibérica. Todo es silencio, quietud y belleza, culminados por las voces de los quince monjes que en la Basílica rompen con delicadeza asombrosa el silencio que identifica a quien lo disfruta con lo mejor del paisaje emocionado.
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