A propósito de la ordenación jerárquica elaborada sobre el Sistema Universitario a nivel mundial (Academic Ranking of World Universities) opino que, en principio, todas las clasificaciones a tan gran escala, y se trate de la variable que se trate, pueden ser discutibles. Se pueden criticar, matizar, buscar argumentos que relativicen sus conclusiones... pero no pueden ser rechazadas, ignoradas y, menos aún, despreciadas.
Deben ser entendidas como desafíos a afrontar mediante la autocrítica, necesaria y conveniente en el caso de una institución tan compleja como la universitaria, cuyas directrices son inherentes a la internacionalización del conocimiento. No hay Universidad si no está debidamente inmersa en el contexto global. En eso consiste esa universalidad que la permita cobrar fuerza, y mantenerla, en un panorama muy competitivo. No hay ninguna otra institución en el mundo sometida a un reto de tanta envergadura.
Es evidente que ese factor introduce una dimensión selectiva y discriminatoria, acentuada por el sesgo productivista y de relación con el mundo empresarial que prima la posición hegemónica de las Universidades norteamericanas y anglosajonas, mientras relega a un segundo plano a las Universidades europeas, en las que la tradición, con los hábitos y pautas de actuación que conlleva, resulta penalizada.
Es suma, y a mí juicio, precaución con las prelaciones, pero no su invalidación. Obligan a reflexionar sobre los modelos a seguir a sabiendas de que esa sensibilidad a gran escala es consustancial a la voluntad de mejora de las estructuras universitarias específicas tanto en sus respectivos entornos como a nivel mundial.
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