La fractura entre los dos partidos en los que se apoya o se ha apoyado el independentismo catalán ha provocado, a mi juicio, una falla política que tardará mucho en volver a soldarse. Resentimiento, frustración, afanes de venganza. El proyecto común dilapidado por recelos personales irreversibles. Es lo que tiene el nacionalismo exacerbado, excluyente y egoísta.
Esa fractura ha roto las costuras de la secesión y ha dejado a las partes divorciadas como unos zorros, que, al margen de sus frases archisabidas, altisonantes y ya irrelevantes, se verán obligados a reconsiderar hasta qué punto han conducido a Cataluña y a los catalanes a un callejón sin otra salida que la de orientar su futuro en el marco de un Estado que asegura esa recuperación que la sociedad catalana ansía sin aventuras ni demagogias.
No cabe duda que al fracaso del llamado procés han contribuido su propia ineptitud y la acción del Gobierno de la nacion para reconducir la situación con actuaciones que, discutibles unas y acertadas otras, han abierto un horizonte de normalización como no se había visto en mucho tiempo. Y, lo que es más importante, los artífices del desastre, desde Pujol a Puigdemont, han quedado reducidos a la condición de momias inservibles.
Los vascos están encantados con España. Nunca han estado mejor que ahora. La mayoría así lo reconoce. Están privilegiados, pero el Estado ha puesto fin a las lacras que históricamente han destrozado esa sociedad tan peculiar como pragmática.
Sus presidentes no asistirán a los actos la Fiesta Nacional, pero son conscientes de que formar parte del Estado español es la situación más conveniente y provechosa.
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