¿Recuerdas, Juan José Molinero, Moli, cuando quedamos en viajar a Belorado para acabar de tomar aquellas notas
que necesitabas para escribir esa obra en ciernes que titulabas “los Días
felices”? ¿Recuerdas cuando comentamos la posibilidad de emprender un viaje a
Urueña para precisar aquellos detalles que se te escaparon en tu última visita y
completar así el poema que te bullía en la cabeza como una emulación del que
había compuesto Jorge Guillén en ese mismo escenario?
Es que lo
tuyo, Molí, era un sin parar, un continuo e incesante flujo de ideas y de
iniciativas que no hacían sino reflejar el deseo de vivir y de aprovechar al
máximo la vida que te quedaba. Sentíamos que no era mucha pero no nos resignábamos a pensar que se acortase tanto. Daba la impresión de que te encontrabas en una
permanente y obsesiva lucha contra el tiempo y las erosiones que conlleva.
Transmitías un deseo constante por dejar atrás los malos recuerdos que te
llevaban a evocar las enfermedades sufridas, los desengaños, las decepciones
para aferrarte, con la pasión que siempre te caracterizó, por los momentos más
gratos de tu experiencia vital que siempre estuvo asociada a la figura de
Maribel, de la infancia y adolescencia de tu hija María, de tus hermanos y de ese
ramillete de amigos y compañeros que nunca te abandonamos.
Cuando
mencionabas a estas personas, y lo hacías con mucha frecuencia, era fácil
comprobar que tu relación con todas ellas gravitaba en torno a la poesía, de la
que constituían una fecunda fuente de inspiración, que plasmabas con acierto y con letra inconfundible en el lugar
menos pensado. La verdad es que era admirable tu capacidad para poetizar
cuanto veías y admirabas. Manifestabas una propensión admirable a la
descripción de la belleza y a abordarla con extraordinaria sensibilidad. ¿Y qué
decir de esa otra vertiente de tu vida y de la que tantas lecciones supiste transmitir?
Me refiero a la Filosofía, entendida en su acepción más cabal, es decir, la de
asumirla como el amor a la sabiduría. No escatimabas esfuerzos para hablar de
los pensadores que mayor interés te habían suscitado. No son fáciles de olvidar
tus disertaciones sobre Gastón Bachelard que enriquecías con las experiencias y
conversaciones compartidas en París. De cuando en cuando, el nombre de Emilio
Lledó, otra de tus grandes referencias, afloraba para dar lugar a explicaciones
con todo lujo de detalles.
Si cuantos
estamos aquí seríamos capaces de llenar decenas de páginas de vivencias
compartidas contigo, personalmente no puedo dejar de aludir a lo que han
significado para mí las complicidades mantenidas contigo en los últimos cuatro
años, en los que se retomaron unos vínculos y unas confianzas que hundían sus
raíces desde la época en que nos conocimos allá por comienzos de los años
ochenta en Burgos tras coincidir en un recital de poetas burgaleses, entre
ellos el admirado e inolvidable Tino Barriuso, y en el contexto de las zozobras
personales y académicas vividas en el Colegio Universitario de la ciudad del
Arlanzón.
La etapa más
reciente, recuperada la relación cuando en la primavera de 2019 mantuvimos
aquella conversación inesperada en la cafetería El Minuto, no ha podido ser más
intensa en todos los sentidos. Del sinfín de detalles que desde entonces se
agolpan en la memoria y que culminan en la definitiva despedida de hoy – nunca
pensaste, me decías, despedirte en otoño; prevalecía en ti la idea de hacer el
viaje final en primavera- me limitaré en adelante a recordar las veladas del
Café del Norte. Confieso no haber tenido nunca una experiencia parecida. Lunes
y miércoles, de 11 a 13,30. No importaba el tiempo que hacía. Al final de la
cafetería instalaste tu despacho. Lugar de encuentro, lugar para la confidencia
y la elaboración de proyectos, concebidos con ilusión aun a sabiendas de que
difícilmente se llevarían a cabo. Fue en ese escenario donde de forma inesperada, y mientras me ausenté, me escribiste un poema, que siempre estará conmigo. No lo olvidaré: fue el día de El Corpus de 2023.
Con el
periódico del día como referencia y guión de los temas a tratar en esos encuentros cafeteros, el viraje hacia
la poesía se hacía inevitable a la par que grato y, si cabe, hasta necesario.
El ambiente se iba calentando, la inspiración llegaba al fin, nadie molestaba,
el espacio y el tiempo te pertenecían, pues bien sabías que nadie te lo iba a
quitar. Aunque la enfermedad iba haciendo mella, el afán de vivir se sobreponía
al desasosiego y a la incertidumbre. La forma de afrontar los infortunios que
te afectaban se resolvían con la escritura de un poema sobre el mantel de papel
de la cafetería. Al terminar los versos, casi siempre afloraba la pregunta
inevitable: ¿Cuándo vamos a viajar a Belorado? Esa será la asignatura pendiente
que bien sabíamos que era imposible resolver.
Descansa en
paz, poeta de los Montes de Oca
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