La historia de España y de sus relaciones internacionales siempre ha estado muy condicionada por el Norte de África. El Estrecho de Gibraltar y el Mar de Alborán han sido escenarios permanentes de tensión y de conflicto. La experiencia norteafricana española ha sido históricamente desastrosa. Y eso lo dice uno que hizo la mili, como artillero de costa, en Ceuta, con el Djebel Musa en el punto de mira.
De ahí el valor y la importancia que tiene la política de cooperación planteada con la seriedad y la fiabilidad que corresponde a un Estado como España. Sin entrar en detalles, ha sido un error abordarla como el resultado de una decisión cuasi personal como la acometida por el Presidente del Gobierno, cuando lo lógico es ponerla en práctica sobre la base de un gran acuerdo de Estado, debatido en el Parlamento y así percibido por la comunidad internacional. Cuando los países concernidos no lo ven de esa manera, la imagen de debilidad está servida.
Al no hacerlo así, y así se vió en la sesión parlamentaria de ayer, el desaguisado se muestra considerable. Un quilombo cojonudo, del que solo sale beneficiado el chico gordito de Hassan II. El Sáhara abandonado bajo la férula marroquí, Marruecos chuleando por sistema y mostrando una arrogancia insufrible y de efectos imprevisibles hacia su vecino del Norte y, algo muy grave, Argelia en franca discordancia con los intereses españoles. Nadie sabe lo que puede pasar, pero el panorama allende el Estrecho no pinta nada bien. No hay en Europa ningún país en esta tesitura. La pertenencia a la Unión Europea supone una garantía de salvaguarda de los intereses de España en situación tan critica.
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