He regresado de nuevo al rincón del poeta que ambos construimos en el Café El Norte, al fondo a la derecha, a donde no llegaban los ruidos de la clientela. Aunque el espacio hoy estaba vacío, los recuerdos afloraban imparables.
He recordado a Juanjo Molinero, el Moli, filósofo, enamorado de París, experto en Gaston Bachelard y en Miguel Hernández. Nos conocimos hace cuarenta años en su pueblo natal, en Belorado (Burgos), y desde entonces se tejió un vinculo afectivo que, con las intermitencias del tiempo, sobrevivió incólume a las erosiones que el paso de los años provoca. La relación de amistad se estrechó con la edad, como reacción por mi parte a la soledad en que vivía. Tratamos de contrarrestarla mediante los encuentros en esa magnifica cafetería de la Plaza Mayor de Valladolid. Las citas eran tan deseadas como respetadas. Los lunes y los jueves, de 11 a 13.30. Objetivo: hablar sin parar, entreverando la seriedad con el humor, los recuerdos con los proyectos de futuro, las nostalgias con las esperanzas. Duraron tres años, que transcurrieron con la rapidez y la lentitud con que, según los momentos,. se percibe desde la edad provecta el paso del tiempo.
La complicidad personal e intelectual se apoyaba en los comentarios sobre las noticias del periódico del día, alguna que otra alusión a los achaques, y especialmente el espacio de comunicación se enriquecía al compás de la poesía, que él cultivaba con esmero y que yo atendía con afecto, sorpresa y satisfacción. Todos los días llevaba un poema para comentarlo conmigo. Sobre la vida, sobre Isabel, sobre María, sobre Burgos, sobre Castilla, sobre las ilusiones y los desengaños. Confieso que aprendí mucho, y sobre todo aprendí lo que significa el valor de la amistad construida sobre la palabra libre e indómita... y la sinceridad.
Hoy, 28 de octubre, he regresado a nuestro rincón del Café El Norte. Estaba vacío. He leído uno de sus poemas en solitario. Hace exactamente un año que falleció. Volveré, solo, de vez en cuando. Le echo de menos.
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