Me sumo al clamor de lamento por los kioscos que desaparecen. Seguramente ese lamento es participado por muchos en estos tiempos que corren. Mientras subsistan me mantendré fiel a ellos, por la sencilla razón de que los necesito, aunque la ciudadanía ya no los necesite tanto.
Desde siempre he acudido a su vistoso y atrayente reclamo. Salvo que esté de viaje en lugares a los que no llega la prensa o por alguna circunstancia puntual, todos los días del año, todos- menos los tres en que no hay prensa en papel- me acerco a ellos al encuentro del periódico nuestro de cada día. Es un hábito muy placentero, que precede o culmina el paseo cotidiano o previo a la cita concertada. Un saludo y una pequeña parrafada con el kiosquero ilumina la mañana y la hace más completa.
Nunca dejarán de asombrarme esos espacios singulares, únicos, apetecibles. En apenas tres o cuatro metros cuadrados concentran un inmenso universo de información, cultura y disfrute, renovado de continuo. Representan la quintaesencia de hasta qué punto lo small is beautiful. Tras retirar lo que busco y a lo que ávidamente me adhiero, a veces me detengo en la observación detallada de lo que ofrecen a la mirada, no tan curiosa como sería deseable, del paseante. No son muchos los que se detienen ante ellos. La mayoría de la gente pasa de largo y ni siquiera matiza su indiferencia con una mirada fugaz. De cuánto se enterarían si prestasen atención a esa gama infinita de letras, colores y provocaciones visuales.
Los kioscos, los quioscos de la vida urbana. Los oasis donde se refugia uno de los productos más admirables del esfuerzo intelectual: los periódicos que tan gratamente acompañan los despertares mediante el tacto y la lectura de la letra recién impresa.
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