A veces uno tiene dudas sobre qué tipo de país estamos o están construyendo. La cultura de la responsabilidad tributaria, basada en la toma de conciencia del valor de la solidaridad social, es uno de los pilares sobre el que sustenta un Estado que se precie, y digno de tal nombre. Sin justicia fiscal, no hay justicia social. Impera, en cambio, la cultura del "sálvese quien pueda", la peor, la más perjudicial para el logro de una sociedad cohesionada. Así quienes presumen de defender el Estado integrador se convierten en sus principales adversarios.
Cuando se impone el criterio de la competencia fiscal a la baja, se provoca la rivalidad entre Comunidades Autónomas, se defiende sin pudor, ignorando sus efectos, el "dumping fiscal", se hace demagogia con la liviandad impositiva y la exención de impuestos se convierte en el mantra recurrente como estrategia prioritaria, los recursos a favor de la redistribución de la riqueza se debilitan, favoreciendo un incremento obsceno de las desigualdades y la desprotección de los más vulnerables.
Que eso ocurra ante lo que está ocurriendo en España, donde las necesidades son flagrantes y cuyo nivel de tributación está cuatro puntos por debajo de la media de la UE, demuestra una insensibilidad hacia quienes peor lo están pasando y hacia quienes sólo aseguran la calidad de sus vidas a través del fortalecimiento de los servicios públicos, que, por si alguien no lo sabe, se financian precisamente con impuestos obtenidos mediante un sistema de progresividad fiscal. Bajar los impuestos y pedir a continuación al Estado los fondos para afrontar las competencias asignadas es el colmo de la indignidad.
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