El turismo cultural aparece como una opción de aprovechamiento del ocio y de satisfacción de la curiosidad, esa cualidad cuyo cultivo tanto bien hace al ser humano. No se requieren grandes concentraciones ni grupos numerosos. Basta con la voluntad coincidente de una serie de personas para que ese deseo de aprender pueda ser atendido. A pie o con la bicicleta detenida ante el atractivo de la escena, la lección, impartida por quien bajo el paraguas de color se identifica, está abierta y es libre. ¿Quién ha dicho que solo el turismo masivo es turismo?
Hace tiempo que el paseante, artilugio fotográfico y periódicos en ristre, observa esa modalidad de conocimiento flexible del patrimonio cultural al compás de las formas de relación que, motivadas por un propósito compartido, se construyen, cambian y desaparecen en el espacio público, del que siempre se puede aprender a través del amplio abanico a que se abre el afán por descubrir lo que se desconoce. Esta forma de aprendizaje de la realidad que se ofrece a la mirada curiosa crea comunidad y sentido del valor de lo que une.
El contraste de luz ayuda a percibir las múltiples referencias y el sinfín de detalles que la simple observación del entorno posibilita.
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