Este texto corresponde a una intervención realizada el 28 de junio de 2009 en la villa abulense de Arenas de San Pedro, tras el incendio sufrido en el Valle del Tiétar. Lo reproduzco ahora ante la sensibilización provocada por los incendios que afectan a numerosos espacios de España y Portugal.
Pocas imágenes
resultan tan dramáticas como las que ofrece un paisaje lacerado por el
incendio. Desolación, ruina, fealdad, impotencia, rabia incontenible. Son las
sensaciones que se acumulan al comprobar los rastros de la destrucción
provocada por el fuego, los efectos catastróficos de su huella tan atroz como
inconfundible, tan nefasta como persistente. En estos casos la llama nada
purifica, todo queda sumido en la negrura indiferenciada de la naturaleza
desprovista de vida y de los matices y contrastes a que esta da lugar.
La tragedia del
fuego se ha cebado con España con harta reiteración. Desde que tenemos memoria,
el estigma de las llamas devorando el bosque sin control es algo percibido como
una realidad insistente en el tiempo, que año tras año se repite como una
especie de maleficio, hasta convertirse en una de las manifestaciones más
dramáticas de la catástrofe ambiental en España, el país que ostenta la
primacía de un hecho tan grave dentro del mundo mediterráneo. Y es que
sobrecoge pensar lo que supone la ruina de un escenario natural construido
laboriosa y lentamente a lo largo de ese tiempo prolongado que los elementos
naturales, vivos y dinámicos, necesitan para configurar la trabazón en la que
se asienta su personalidad ecológica, a sabiendas de que las interacciones que
tienen lugar en él se encuentran permanentemente amenazadas por la
intervención desestabilizadora ejercida
por la acción humana o el accidente natural.
La magnitud del problema asociada al fuego,
que en este año ha elevado la dimensión de la superficie afectada por encima de
las 70.000 Has., hasta duplicar con creces la del año anterior, nos vuelve a
situar una vez más ante una tragedia ambiental a la que nunca se podrá
responder con la resignación o la indiferencia. No valen estas actitudes cuando
la cifra se mantiene en niveles altísimos de incidencia (3.857 incendios a
finales de julio 2009), tiende a incrementarse la superficie arrasada, al superar
las 500 Has. de promedio, y su impacto desencadena efectos devastadores en
áreas de especial calidad paisajística y medioambiental. Todos los incendios
son lamentables, pero el hecho de que este año hayan sido pasto de las llamas
comarcas tan emblemáticas como la turolense de Aliaga, el sector central de Las
Hurdes extremeñas o la isla de
Definen, desde
luego, la misma realidad que al tiempo encontramos en el Valle del Tiétar
abulense, víctima también de una catástrofe que se ha saldado con vidas humanas
y con la devastación de uno de los ámbitos más singulares y representativos de
la riqueza natural de las montañas españolas y de Castilla y León. Basta
imaginar la nueva perspectiva que se divisa desde el Puerto de El Pico en la Sierra de Gredos para
sentir una verdadera conmoción como la sufrida por quienes vivís en esta comarca de inestimable valor ambiental. Quien se haya asomado alguna vez a ese balcón
que invita a mirar en todas las direcciones, ampliando sobremanera los horizontes
hacia los que se abre un riquísimo muestrario de estructuras y formas de vida
en uno de los tramos más bellos y espectaculares de
Bien sabemos que
el incendio es una ruptura brutal en la historia del paisaje. Cuando eso
ocurre, valores esenciales de nuestra cultura, cimentada en la percepción de
una realidad física avalorada, se alteran y se destruyen. Y, aunque es cierto
que la naturaleza es indómita y tiende a regenerarse, lo hace lentamente, los
elementos que configuran su personalidad tienden a quedar distorsionados
durante mucho tiempo por las consecuencias de una catástrofe que siempre se
acompaña de resultados lesivos para el restablecimiento de los equilibrios
perdidos y que tanto ha costado mantener.
Ante un escenario
de alto riesgo como el que afecta a
Pues si hoy
sabemos que las técnicas de teledetección permiten advertencias de plena
fiabilidad en tiempo real, no es menos cierto que el esfuerzo que en este
sentido compete a los programas preventivos, a medio y largo plazo, organizados
y financiados sin tibieza por las Comunidades Autónomas resulta de primordial
importancia. En suma, serían los que, en buena lógica, debieran sustentar los
planes de innovación aplicados a la gestión integral del bosque, la cooperación
entre las administraciones públicas implicadas y la sensibilidad ciudadana
mediante señales de alerta más efectivas y contundentes que las hasta ahora
llevadas a cabo.
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