El tiempo no pasa por Jorge Guillén, el enorme poeta que, como dijo Miguel Delibes, "nos ha enseñado tanto a descubrir lo que somos". Da igual que el sol apriete con sus fogones abiertos, que las lluvias y granizos muestren la furia implacable del cielo, que las nieblas difuminen las siluetas... Pero estoy seguro que se siente confortado por la presencia del hielo que, cada año más excepcionalmente, detiene el flujo en las superficies de las láminas de agua. Y es que el hielo asegura la continuidad de las corrientes hídricas, alimenta como reservorio los cauces más allá de la estación que lo ocasiona, permite comprobar el significado de los cambios térmicos y sus efectos transformadores en el entorno.
El hielo conserva lo que ya no tiene vida a la par que estimula, merced a los contrastes de temperatura que provoca, la viveza de las corrientes que explican las maravillas de la biología lagunar, fluvial y marina. ¿Quién no recuerda esa maravillosa frase con la que comienza Cien años de soledad, la inolvidable novela de Gabriel García Márquez, cuando alude a que "Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel
Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo"? .
El hielo: entre lo simbólico y lo necesario.
De todo eso y de mucho más habla, con su palabra eterna en una clase incesante, el excelso escritor, que nació en Valladolid y se despidió para siempre en Málaga, al niño atento que lo acompaña. Y para ello nada tan adecuado, en esa relación didáctica y de confianza, como el ejemplo del pequeño barco que, como todo lo que está diseñado para navegar, ejemplifica la expresividad que ofrece la adaptación a las variaciones climáticas.
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