9 de agosto de 2007

Ciencia y política frente al riesgo ecológico

Cuando se violentan en exceso los procesos naturales, la naturaleza suele responder con furia acrecentada. Indómito y flexible a la vez, sujeto a las pautas de evolución y de equilibrio características del dominio ecológico al que pertenece, el medio físico se rebela si se le maltrata. La historia de la Humanidad es pródiga en ejemplos que evidencian hasta qué punto las intervenciones indebidas sobre el medio acaban siempre pasando factura, con serios perjuicios para sus responsables y, lo que es peor, para las generaciones que les suceden. Hace años, mucho antes de que la noción de desarrollo sostenible se impusiera como uno de los grandes paradigmas de nuestro tiempo, el geógrafo Jean Tricart ya advertía en su clásica “La epidermis de la Tierra, con la credibilidad que aporta la experiencia acumulada, de los efectos negativos que inevitablemente resultan de la modificación de los equilibrios que articulan el funcionamiento de las estructuras ambientales, debido a su condición de sistema integrado, en el que sus componentes mantienen entre sí estrechas interdependencias, de modo que cualquier perturbación en ellas ocasiona inestabilidades, cuya gravedad varia en función de la irreversibilidad de los factores desencadenantes de los impactos.
Si las aportaciones científicas sobre el comportamiento de las dinámicas naturales son harto elocuentes, la metodología aplicada a la prevención de los riesgos goza también de una fecunda madurez. En la Unión Europea reviste además dimensión operativa a través de ese instrumento que comenzó a adquirir carta de naturaleza a mediados de los ochenta y que, conocido como “evaluación de impacto ambiental”, permite valorar el alcance de las implicaciones ambientales que una determinada intervención antrópica pueda traer consigo, orientándola así en la dirección menos lesiva para el entorno natural. Es un concepto arropado por protocolos técnicos rigurosos y por un amplio y valioso soporte empírico, aunque no siempre atendido con la diligencia que, desde la visión política, debiera merecer.
Sorprende que con el nivel de desarrollo alcanzado por los conocimientos científicos sobre el tema, suficientemente ilustrativos de la situación de riesgo latente en que nos encontramos ante las crisis medioambientales, sobrevengan episodios críticos generadores de fuertes tensiones y que obligan al pago de un alto precio por cuanto deteriora la imagen del territorio y afecta a sectores esenciales de su actividad productiva. La magnitud alcanzada por la plaga de roedores (de la especie “Microtus arvalis”) que en los últimos meses está afectando a la Comunidad de Castilla y León, y que en algunas de sus áreas alcanza ya niveles de catástrofe, es una prueba inequívoca de los efectos provocados por factores causantes de la ruptura de un equilibrio natural, que por las razones que sean no se ha sabido detectar ni controlar. Está comprobado que la plaga alcanza en la cuenca sedimentaria – y especialmente en su tramo centro-occidental – su máximo nivel de incidencia, con repercusiones no registradas en ninguna otra región española, lo que sitúa a la nuestra en una situación anómalamente excepcional. Ello induce a abordar la cuestión desde una perspectiva estratégica, a fin de evitar que un problema que se ha mostrado cíclico en el tiempo, y sobre el que ya se disponía de advertencias plausibles, pueda tener en el futuro, de actuar correctamente, una recurrencia controlada.
Ante una crisis que reviste niveles de emergencia, las soluciones no pueden ser nunca dilatorias, excluyentes ni fragmentarias. Reconociendo la correcta intencionalidad que anima al llamamiento de los grupos de investigación que en las Universidades de la región están en condiciones de aportar soluciones eficaces, no se entiende, en cambio, el aplazamiento de sus iniciativas cuando el problema está en toda su virulencia ni, ante una situación de esta índole, el que no se haya planteado, o al menos así no ha trascendido a la sociedad, la toma en consideración de asesoramientos a mayor escala, habida cuenta de que en el fondo el problema no puede ser indiferente a los expertos que en España y en Europa se ocupan de la lucha contra las plagas ni, por supuesto, a los órganos que desde la Administración central tengan algo que decir, pues de su alcance como tema de Estado no cabe duda alguna. La delimitación de competencias nunca debe prevalecer sobre la cooperación ante el riesgo.
La toma de conciencia de lo sucedido ha de suponer una severa lección para actuar en el futuro con las herramientas que aporta la perspectiva integrada a la hora de acometer la gestión de algo tan delicado como es el medio ambiente y sus interacciones estructurales. Bastaría con tener clara, fuera de toda improvisación, la coherencia existente entre los tres estadios que la definen para mitigar los sobresaltos que eventualmente pudieran producirse. Y así, reafirmando, como punto de partida, el valor de la “prevención”, basada en el conocimiento científico de los procesos ecológicos dominantes en el territorio, de sus tendencias y de las amenazas previsibles, se antoja indispensable reconocer la importancia que tiene la “valoración” de la magnitud de los riesgos, cuando suceden, extremando el cuidado de su seguimiento y la evaluación de sus impactos directos e inducidos, pues sólo así será posible poner en práctica los mecanismos que hagan de la “intervención” el resultado efectivo de un conjunto de medidas ya previstas, de aplicación inmediata, sustentadas en el asesoramiento riguroso y en el valor de la experiencia comparada. En definitiva, un modo de actuar sobre el territorio en el que aparezcan firmemente imbricadas la calidad científica y la voluntad política.
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