De Ampurias a Gaza, de Marsella a Alejandría, de Tobruk a Génova, de Algeciras a Estambul (¿cómo no recordar en esta ocasión la, para muchos y para mí, mejor canción de Joan Manuel Serrat?)... infinidad de puntos de referencia, de lugares sonoros en la memoria colectiva del mundo, emergen en la mente cuando se trata de enlazar, en una trama de posibilidades trasiegos infinitos, los archiconocidos límites del mundo mediterráneo. Soy de la tierra adentro, pero pocos recuerdos tan gratos como los que me trae la evocación de ese mar de perfiles sinuosos y nítidos a la par, que tantos matices aporta a quien lo divisa desde cualquiera de sus orillas para, enriquecido con la variedad de horizontes, llegar a la conclusión de que todos forman parte de un mismo espacio: del inmenso y a la vez recoleto escenario donde la Historia no ha cesado de transformarse a medida que lo hacían la cultura, la economía y sus sociedades. El Mare Nostrum nunca ha perdido actualidad, siempre se ha mostrado como un ámbito alerta y vigilante porque cuanto sucedía en sus orillas ha marcado con letras imperecedoras algunas de las páginas más sorprendentes de la trayectoria de las civilizaciones. Somos deudores del Mediterráneo, de cuanto nos ha ofrecido y de cuanto nos ha hecho vivir, en medio de un panorama repleto de conflictos, de tensiones, de confrontación, pero también de sensibilidades de las que jamás podremos desprendernos.
Sin embargo, pese a la historia compartida y a las experiencias que unen al amparo de las movilidades trabadas - precisamente porque la sensación de pertenencia a un espacio común induce a ello - el Mediterráneo constituye también la expresión de una fractura que no ha cesado de agravarse a través del tiempo hasta hacerse, hoy, insondable. Las dos orillas se miran entre sí pero no lo hacen con la misma sensación de interdependencia y voluntad de comprensión y encuentro. El Norte ha contemplado el Sur con otra perspectiva, tradicionalmente protagonizada por Francia que ha asumido altivamente la dirección del modelo de relaciones que unen a la Europa desarrollada con el Norte de África. Todos los demás países han ido a la zaga del compás marcado por el país de la “grandeur”, el país en cuya plaza más emblemática - la de La Concorde, de París - , se yergue el otro obelisco de Luxor y que impone las reglas de control y supervisión hacia los territorios del Magreb, que considera bajo su protección, a modo de gran patio trasero. De nada sirvió la Conferencia de Barcelona (1995) (y la Asociación Euromediterránea derivada de ella), que en la capital catalana trató de sentar las bases de un nuevo modelo de relaciones y de convivencia basados en algo más que en el tratamiento neocolonial de las cuestiones que justifican la pervivencia de tales vínculos y el sentido que se les otorga. Llegó después la propuesta de la Unión Euromediterránea, propugnada por Francia en defensa de sus intereses, y el puente tan costosamente levantado se vino abajo.
Nunca ha sido el Mediterráneo un espacio definitivamente tranquilizado. La tragedia atroz de Gaza, la inestabilidad del Líbano, la fractura de Chipre, el desmoronamiento de Yugoslavia, la anomalía de Gibraltar... un sinfín de puntos de fricción, de convulsiones sin cuento, que se han sucedido en el tiempo y que aún perviven como demostración fidedigna de las dificultades que impiden fraguar un ámbito de equilibrios, de respetos y de coexistencia normalizado en la diversidad. De nuevo el Mediterráneo demuestra lo mucho que queda por hacer a favor de esta causa justificada. Empezó en Túnez, siguió en Egipto, amenaza Argelia y Marruecos... mientras en Libia ofrece su imagen más dramática y desesperanzada. Para sorpresa de casi todos, las sociedades árabes han demostrado que también ansían ser libres.
Muchos en Bruselas se rasgan las vestiduras por lo que está sucediendo, sin explicarse porqué sucede, mientras los balbuceos incoherentes de Ashton, las simplezas del inefable Barroso o los silencios clamorosos de Von Rompuy revelan su condición de paradigmas de la incompetencia o la necedad en política exterior. Atónitos ante el espectáculo, sólo se oye la voz de la Casa Blanca llamar a las cosas por su nombre. Parece mentira, paisanos de la Europa reconfortada, que, con lo que ha llovido y con la que está cayendo, sigáis sin tener ni puta idea de lo que es el Mediterráneo.