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17 de abril de 2009

La omnipresencia de Mozart



Retrocedamos en el tiempo y escuchemos sus sonidos,
nos advierten de que algo grande va a pasar.
Los Alpes nos envuelven con su calma amenazante,
praderas inmensas enriquecen la mirada.
Todo es posible ante esa perspectiva.

La ciudad se engalana cuando el sol la ilumina,
es ciudad de acogida, de paso y de emociones.
Las calles son cortas, sinuosas, elegantes,
ordenan plazas que invitan al reposo,
las casas se engalanan porque se saben hermosas.

Al fondo se yergue la imponente fortaleza
el acceso no es fácil, desafía el equilibrio, fuerza la respiración.
Mas, cuando se llega, la impresión sobrecoge,
la importancia de la iglesia, la alerta permanente,
el gusto por la altura, los horizontes sin límite.
Allí está el poder

En ese escenario estalla la creatividad del genio,
impregna la memoria y brilla sin buscarlo.
Todo es mínimo ante su talento, mínimo y grande a la par.
Los sonidos emergen sin apenas darse cuenta,
tejiendo la armonía más bella que imaginarse pueda.
Allí está el placer.

El placer de saberse en el lugar donde Wolfgang Amadeus vio la luz.
Y comenzó a andar el mundo de su época.
Ya no se detendría jamás el aire sonoro que destilan las calles de Salzburgo.




Amigos, ¿pero es que hay alguien en el mundo que pueda sustraerse al placer de escuchar el Concierto para Piano nº 21 o el Coro cantando la Lacrimosa y Domine Jesu del Réquiem?




9 de abril de 2009

Un lugar que debe ser dignificado


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Atravieso en tren las campiñas apacibles de la región de la Baja Austria y del Burgerland. Las he visto espléndidas hace unos días, camino de Salzburgo y Munich. En ellas las aguas del Danubio se deslizan mansamente sin que ningún obstáculo natural se interponga en su camino. Nada parece alterar la paz y la mansedumbre de un espacio en el que el silencio marca la pauta de las horas y los días. Lugares para la calma, apenas turbados por el ruido de las campanas, el tráfico moderado y las conversaciones quedas de las personas que en las calles dan cuenta de historias mínimas que a nadie llaman la atención. Historias de todos los días, convencionales y repetitivas, sin que nunca pase nada. Diríase que el tiempo, ese tiempo que nadie es capaz de controlar, se ha detenido hace tiempo en este ámbito de quietudes y rutinas en las que aparece envuelta la sociedad, símbolo de esa Europa tranquila que por nada se inmuta en los verdes y feraces campos de la Austria próspera y bienpensante.

Mas cuando se echa la noche, ya de regreso, y el tren se detiene en una estación cualquiera camino de Viena, la mirada del viajero se dirige de pronto al nombre de un lugar que la memoria tardará mucho en olvidar. Un nombre que resuena por doquier, que duele en los ojos e irrita las mentes, cuando se asocia al horror cometido por un tal Josef Fritzl que en la ciudad de la parada ha ofendido al hecho de ser humano como responsable, y ya condenado a perpetuidad, de una de las mayores atrocidades que se recuerdan en mucho tiempo. No es justo que el nombre de un lugar cualquiera se identifique con tamaña vergüenza y depravación. Una historia abominable, que durante veinticuatro años ha coexistido, ignorada, con las muchas que, intrascendentes, suceden alrededor sin que nadie se percatara de ello.
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