30 de abril de 2014

La indiferencia ante el pobre empobrece al ser humano

Ha ocurrido en ciudades norteamericanas, pero puede suceder  en cualquier otra. El mundo está repleto de este tipo de situaciones. Las escenas de la vida cotidiana están repletas de experiencias marcadas por las reacciones elusivas ante la pobreza y la marginalidad.  Por lo común, priman la indiferencia y el desdén. No hay motivo que induzca a prestar atención a la situación de la persona que se encuentra en la indigencia, incómoda como es. Incluso hay responsables municipales,  de lo que es ejemplo la ciudad de Madrid, donde quien la gobierna atribuye a los mendigos la condición de responsables de la suciedad de las calles, justificando así el propósito de imponer sanciones a los que se encuentren en esa situación dentro del espacio público. Al actuar así frente a un  problema real, se defiende la invisibilidad del problema, que deja de existir o se diluye cuando no forma parte del paisaje urbano. No son, pues, aceptados los mendigos y los que viven en la calle por los que consideran que la calle les pertenece. 

Ha sido necesario que un personaje famoso se identificase con la imagen de la pobreza para que pasara desapercibido hasta quedar sumido en el mundo de la desatención. Los medios han informado del caso concreto del actor Richard Gere, representando el papel de mendigo en las calles de Nueva York. Se encontraba cerca de la estación Grand Central, un lugar bullicioso, trepidante, donde nada se detiene y casi nadie mira al que tiene alrededor. El encuentro entre el "pobre" y la turista francesa invita sin duda a la reflexión sobre las actitudes que marcan las pautas de acción de los seres humanos en este mundo de encuentros infrecuentes y desencuentros generalizados. 

Sin embargo, el caso que más me ha conmovido lo trajo a colación Raquel García, admirable trabajadora de Cáritas en Valladolid, al comenzar su intervención en las Jornadas de Geografía Humana sobre "Marginalidad Social y Espacio Urbano" que el investigador brasileño Igor Robaina y yo hemos organizado recientemente en Valladolid. El documento presentado, que figura en la red y del que hasta ese momento no tenía yo noticia, resulta impactante, obliga a callar y a reflexionar para a continuación levantar la voz, con las ideas ya más claras, para poner en evidencia vivencias de nuestro mundo y de nuestra época que, como diría José Luis Sampedro, nos revelan "las limitaciones de que adolecemos como seres humanos". 



18 de abril de 2014

¿Qué hacia usted el día en que comenzó a leer "Cien Años de Soledad"?




Seguramente la conmoción producida por el fallecimiento de Gabriel García Márquez (1927-2014) nos ha devuelto a muchos de mi generación a la juventud. Aunque el seguimiento de la evolución de su obra ha sido una práctica habitual para cuantos nos hemos sentido atraídos por la creatividad literaria de uno de los más afamados escritores contemporáneos, difícilmente podremos sustraernos a la evocación de lo que en su momento supuso el descubrimiento de su obra más emblemática, la que espontáneamente y con actitud convencida llega a nuestra mente cuando recordamos el listado de sus títulos, de tan familiares como son y asumidos como están. Aludo a ello porque tal es mi caso.

Por esta razón, cuando ayer por la noche supe de su muerte, pensé que tal vez sería pertinente suscitar una pregunta, a sabiendas de que las respuestas obtenidas podrían ofrecer un marco interesantísimo para conocer las diferentes experiencias asociadas al hecho que motiva la siguiente pregunta: ¿cuáles son sus recuerdos del día, del momento, de la época en que comenzó a leer Cien años de soledad?

Me limitaré a comentar la mía porque sinceramente me ha dejado huella. Comencé a leer esa obra en el tren correo que utilizaba semanalmente para desplazarme - incluso hasta dos veces - de Valladolid a Burgos. Corría la primavera del año 1970, pocos meses antes de comenzar el servicio militar en Ceuta. Había comprado esa obra en la Librería Isis de Valladolid, que ya no existe. Desde entonces y durante muchas horas no podía entender el viaje en aquel tren de vapor que, con sus trece paradas, tardaba casi dos horas en hacer ese trayecto, mil veces realizado. Enfrascado en la obra y en la urdimbre de sus insólitos personajes, la travesía se hacía mucho más liviana. No había tiempo para otra cosa que para descubrir la historia de una familia, la de Aureliano Buendía, y de un espacio, la tierra de Macondo, que acabé ligando con fuerza a mis propias vivencias culturales.

Pero, al tiempo que el argumento invadía la escena y justificaba una dedicación a la lectura de novelas  superior a la que en aquella etapa yo podía permitirme, descubrí el impresionante arsenal de palabras, conceptos y términos que ampliaban el vocabulario mediante la correspondiente indagación. Un mundo de sorpresas e incógnitas se abrió al compás de la lectura de aquel libro, de letra menuda, que se mostraba grande e inagotable. Decidí tomar cuidadosamente nota de aquellos términos que o me eran desconocidos o encerraban una ambigüedad que era necesario resolver. La averiguación mediante el Diccionario de la Lengua aclaraba la duda...aunque no siempre. Por ejemplo, ¿alguien sabría decirme que es eso de la desnudez tarabiscoteada



Poco a poco fui confeccionando una especie de diccionario personal de Cien Años de Soledad. Desde entonces han transcurrido ya cuarenta y cuatro años. Esta tarde he vuelto a leer aquella libreta que todavía conservo. Está amarillenta por el paso del tiempo, algo ajada por la mala calidad del papel de entonces, pero para mí permanece viva, porque viva sigue siendo la figura de quien la propició. 


Al releer aquellas hojas marchitas he vuelto a la juventud, a los viajes en el tren, al recuerdo de aquellas páginas repletas de sensaciones que jamás se separaron  de mis ojos mientras la carbonilla entraba por las ventanas, tratando de dificultar, sin conseguirlo, la lectura de un texto que ha marcado indeleblemente la cultura literaria de nuestro tiempo.

14 de abril de 2014

Una visita emotiva a la Escuela de Antoni Benaiges en Bañuelos de Bureba



Maria Antonia y yo hemos visitado el día 14 de abril de 2014 la Escuela donde impartió sus clases Antoni Benaiges, el maestro catalán que fue  destinado en 1933 a un pequeño y remoto pueblo de la provincia de Burgos, donde, entre otras muchas iniciativas, se empeñó en que sus alumnos tuvieran conocimiento de lo que es el mar. Ese empeño le costó la vida cuando, ya comenzadas las vacaciones de verano, efectuó desde su pueblo natal, en la provincia de Tarragona, un viaje a Bañuelos de Bureba para acompañar a los niños y a las niñas a que tomaran contacto directo en el Mediterráneo con ese fenómeno natural al que hasta entonces sólo se habían aproximado a través de su imaginación, ingeniosamente estimulada por el maestro. No regresó. Fue asesinado y sus restos yacen en las fosas comunes localizadas en el portillo de La Pedraja, en la carretera de Burgos a Logroño. He dado cuenta de este hecho en una entrada anterior, en la que se recogen con detalle las experiencias educativas emprendidas por Benaiges en la Castilla profunda de los años treinta. Es una historia que conmueve y sobrecoge, que no puede ser olvidada y que merece el recuerdo de homenaje debido a los maestros y a las maestras que marcaron una época y cuyos esfuerzos quedaron truncados por la barbarie, la muerte y la represión.




Hemos aprovechado un viaje por tierras del País Vasco, La Rioja y Castilla y León para detenernos un momento en Bañuelos de Bureba, entre Briviesca y Belorado. Al llegar a la Escuela la puerta estaba abierta. No ha tardado en acercarse el trabajador que lleva a cabo las obras de reparación del edificio. Se ha anticipado a nuestro deseo de visitarlo por dentro. Una ocasión que no podíamos desaprovechar. Casi en ruinas, la parte baja está completamente destruida. Sin protección alguna nos adentramos en ella, temerosos de que el techo pueda venirse abajo en cualquier momento. El riesgo es grande. Nada hay que ver a ras de tierra.







Lo que merece la pena es la primera planta. Allí sigue la Escuela que fue. O, al menos, lo que queda de ella. Unos pupitres, la mesa del maestro, un juego de madera, una pizarra casi intacta y, apilados, los mapas y los paneles que servían para enseñar la Geografía y la Historia, esas disciplinas indispensables que dan sentido al conocimiento del mundo en el que uno vive. Otra habitación al lado, llama también la atención. Diríase que era el lugar de trabajo del maestro, allí donde acumulaba sus papeles. 



Por razones obvias, y sin autorización para ello, no pudimos detenernos en averiguar lo que contenían aquellos cientos de papeles hacinados en la estantería y en las cajas de cartón depositadas en el suelo, junto a un crucifijo adornado con estampas curiosas. Seguramente son posteriores a la etapa que nos ocupa. Todo estaba invadido por el polvo acumulado durante décadas. El tiempo se había detenido hacía mucho y nadie se había preocupado por ordenar ese espacio simbólico, en el que hoy comienza a entrar la luz, aprovechando las pequeñas ventanas que permiten ventilar y volver a dar vida y contraste a lo que ha estado cerrado, silente y abandonado. 



Escribo esto para transmitir la emoción sentida y, de paso, ojalá, para que estas líneas sean leídas también por los autores y el editor del libro Antoni Benaiges, el maestro que prometió el mar (Blume, 2013),  que hizo posible sacar del olvido la experiencia educativa y la tragedia vital de Benaiges. Francesc, Sergi, Queralt, amigos, gracias a vosotros, a vuestra obra, la Escuela de Bañuelos de Bureba va a ser rehabilitada. No sé quién patrocina la obra. ¿Sois quizá vosotros? ¿Sabéis quién lo hace? Os informo de ello por si no lo sabéis. Lo importante es que ese edificio comienza a recuperar la imagen de referencia que en su tiempo tuvo y que vosotros os esforzasteis en promover. 




Rodeo lentamente la casa, me detengo en los detalles de la estructura, y observo que el tejado ya ha sido reparado; varios canalones recién instalados impiden que la humedad deteriore la fachada. Algo se ha hecho desde que disteis a conocer la figura de Benaiges hace aproximadamente un año. Queda todavía, sin embargo, mucho por hacer, pero lo cierto es que el nombre de Bañuelos de Bureba simboliza con fuerza lo que representó el magisterio español en una España que necesitaba liberarse de su lastre histórico. No lo consiguió pero la verdad es que la memoria permanece viva para recordarlo. 



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