24 de mayo de 2011

¿Suponen las elecciones del 22 de mayo de 2011 el fin del terrorismo de ETA?

Fachada del Ayuntamiento de San Sebastián-Donostia

En el fragor de los análisis efectuados con motivo de las elecciones locales y autonómicas que se acaban de celebrar apenas se habla de este asunto, pese a tener una gran trascendencia. Tras la polémica jurídica suscitada en torno a la legalidad de la coalición electoral Bildu – que aglutinaba a miembros de partidos legales como Eusko Alkartasuna y Alternatiba (escisión de Esker Batua) y otros de la izquierda abertzale, tradicionalmente asociados a Batasuna -, el balance obtenido ha sido muy significativo. Con 313.231 votos - 276.134 procedentes del País Vasco y 953 de Navarra – obtiene 1.138 concejales, que se traducen en 88 alcaldías en ambas Comunidades Autónomas y 25 mayorías relativas. Representan una opción política nada desdeñable en esos territorios, donde cuentan con un respaldo que les ha permitido duplicar los votos obtenidos por ANV y EA en las municipales de 2007.


Quiérase o no, es una realidad que está ahí y que hay que asumir porque forma parte de la estructura socio-política del Estado, y en coherencia con los principios que rigen su funcionamiento, que ha de ser integrador y sujeto al cumplimiento de las normas legales. La cuestión estriba en valorar cómo puede incidir este hecho, refrendado por el Tribunal Constitucional – la normalización institucional de un sector importante de la sociedad vasca, integrado en el juego político democrático – en la eliminación definitiva de esa lacra de muerte, destrucción y terror que ha asolado durante décadas esa región, que ha conmocionado la vida política española y que ha dejado tras de sí una estela atroz que jamás quedará olvidada. Las víctimas no se lo merecen. Sin embargo, ¿cuáles son los caminos que conducen o pueden conducir a la superación de ese trauma o, lo que es lo mismo, a la desaparición de la banda? La experiencia revela – Irlanda del Norte, Alemania, Italia – que no hay una hoja de ruta preestablecida ni un protocolo de cumplimiento de validez general. Las situaciones son distintas y en cada caso se ha llegado a un punto final por procedimientos específicos, muy ligados a las características de las respectivas situaciones y en función de las pautas fijadas por los gobiernos responsables, conscientes de las dificultades que ello entraña. Baste recordar lo sucedido tras el acuerdo de paz de 10 de abril de 1998 que puso término al terror en el Ulster y cuyos resultados están a la vista.


Por lo que respecta a España, la firmeza contra ETA también se ha mostrado contudente y ha dado origen al periodo de ausencia de muerte más prolongado que se conoce, aunque aún resuene en nuestros oídos el atentado del aparcamiento de la Terminal de Barajas y el asesinato que lo acompañó. Desde entonces, y más allá de los encuentros mantenidos con el fin de alcanzar el fin definitivo de la violencia (en la misma línea seguida por todos los gobiernos desde la llegada de la democracia), ha prevalecido la fuerza del Estado sobre los designios de la banda, que ha sido diezmada en varias ocasiones, a la vez que sus dirigentes lo son cada vez por menos tiempo. Eso es lo que realmente importa. No cabe duda que la eficacia policial y la efectividad de la colaboración con Francia han sido decisivas en este sentido. Pero lo que también es cierto es que, por mucho que se discuta, tras el 22 de mayo algo muy importante se ha producido en la tierra vasca que augura, si no se ha producido ya, el final de ETA.


El tiempo lo dirá, pero creo que estamos ya en esa situación, que se alumbra en el horizonte, confortados además por el hecho de que la ley - según establece la reforma de la Ley 2/2011, de 28 de enero, Orgánica del Régimen Electoral General - asegura que cualquier transgresión del rechazo a la violencia por parte de los miembros de la coalición mencionada será sancionada con la retirada de la representatividad que ostenta. No hay vuelta de hoja: las reglas del juego serán respetadas en un escenario en el que la preservación de la paz constituye la única posibilidad admitida. Y es precisamente en este sentido hacia el que se ha decantado la afirmación del portavoz de Bildu, Pello Urizar, al señalar que la celebración de las elecciones “implica la retirada definitiva de ETA”, opinión suscrita por Oskar Matute, dirigente de Alternatiba, no sin antes reiterar que “ETA debe desaparecer”.


Y es que, en efecto, ETA es el pasado. Un pasado terrible y siniestro, sobre el que la democracia se ha acabado imponiendo porque así lo han exigido el Estado y la propia sociedad vasca. La fecha del 22 de mayo de 2011 marca, en mi modesta opinión, el punto de no retorno de esta tragedia, que jamás debió haber existido.


19 de mayo de 2011

No se resignan a ser una “generación perdida”



Concentración en la Plaza de la Fuente Dorada, de Valladolid ( mayo de 2011)


No es la nuestra una juventud resignada. Es una juventud consciente del mundo que la ha tocado vivir, de los problemas de su tiempo, de sus dificultades y de las incertidumbres que se ciernen sobre sus horizontes y perspectivas. También lo es de sus capacidades y fortalezas. Si observamos los comportamientos colectivos de la juventud en el mundo, no es difícil detectar rasgos de singularidad en el caso de los jóvenes europeos. Hemos visto en otros lugares movimientos de gran resonancia, motivados por el rechazo a las guerras, el repudio a las dictaduras, la defensa de la libertad. Ocurrió durante la guerra de Vietnam en Estados Unidos, en Indonesia frente a Suharto, en Latinoamérica frente a los regímenes de muerte y corrupción que asolaron a muchos de sus países en los setenta y ochenta, en el norte de África apenas comenzada la segunda década del siglo XXI.


Lo que está ocurriendo en la Unión Europea ofrece matices que deben ser tenidos en cuenta. Es la expresión de una rebeldía en el espacio que se creía confortable y garante de derechos enraizados en la Historia y en los ámbitos de la decisión pública, y que ahora se perciben gravemente amenazados. Ya tuvimos ocasión de comprobar la dimensión de la protesta a finales de 2008 en Grecia, cuando los jóvenes salieron a la calle al darse cuenta de los efectos traumáticos que la crisis comenzaba a provocar en su país. Lo hemos visto también en Francia, en Portugal, en el Reino Unido, en Irlanda.... y haces unos días, el 15 de mayo de 2011, ha hecho de pronto su aparición en España, para convertirse en uno de los fenómenos sociales que mayor impacto están teniendo en los medios, en las conversaciones de la gente, en las cábalas de los analistas, en los intérpretes, más o menos cualificados, del rumbo político que adquiere el país ante un acontecimiento que nadie preveía y que ha dado lugar a toda suerte de opiniones.


No es casual que la movilización haya estallado en un momento en el que convergen dos causas que posiblemente han tenido un efecto inductor. Tres días antes de que comenzara, el Fondo Monetario Internacional alertaba sobre el riesgo en España de una “generación perdida”, terrible denominación aplicada al reconocimiento de las enormes dificultades a que se enfrenta la integración en la sociedad de un sector de la población – el juvenil - que, si por algo se caracteriza, es por su nivel de cualificación y de competencia para contribuir al desarrollo del país, y que se siente desvalorizada ante tasas de desempleo que, en los tramos iniciales de la vida laboral, superan el 40%. Que nadie me venga con que se trata de una juventud poco preparada, por mor de una educación errática. Falso de toda falsedad. Conozco el tema porque lo vivo de cerca. Nunca la juventud española ha estado tan preparada como hoy. Cuando se dice que carece de adaptación a las necesidades del sistema productivo, se está diciendo una mentira. El problema no son los jóvenes, son las empresas, o muchas de ellas, que se escudan en este argumento falaz para justificar su resistencia a la contratación de personal joven, al que con frecuencia explotan con sueldos y contratos miserables. Basta echar un vistazo a los jóvenes cualificados que emigran a otros países europeos con el fin de trabajar en su especialidad y donde gozan de un reconocimiento que su país les niega. A muchos ha conmocionado la sensación de que pueden llegar a formar parte de esa “generación perdida”, abandonada a su suerte.


Este hecho, justificativo de una preocupación creciente y de una desafección hacia la política, ha coincidido con el desarrollo de una campaña electoral que, en la mayor parte de sus manifestaciones, roza el tedio y a menudo la desvergüenza. No entraré en detalles porque son de todos conocidos, pero lo cierto es que muchísimos jóvenes españoles no se sienten representados en esos mítines ni en el lenguaje que se utiliza magnificando los problemas y eludiendo las soluciones, mientras se recurre a la descalificación brutal y zafia del adversario para que el ruido domine en el ambiente y eclipse el tratamiento riguroso de la realidad. Si se observa con detalle el sentido de sus reivindicaciones no hay en ellas síntoma alguno de voluntad antisistema, sino precisamente de todo lo contrario: de reconocimiento de que su papel en la sociedad está minimizado o simplemente eludido ante la prevalencia reiterada de un discurso que les resulta ajeno y de unos comportamientos que no reconocen como los propios de un modelo democrático e integrador digno de tal nombre.


Yerran aquellos políticos – reflejo evidente de su miopía y de su incapacidad para entender lo que ocurre a su alrededor – que hablan de manipulación, de intenciones aviesas, de propósitos inconfesables, para acabar incurriendo en actitudes paranoicas que no van más allá del temor a que sus intereses y sinecuras puedan verse cuestionados, refractarios a la crítica como son en su mayoría. Aunque, bien mirado, hay que admitir que el temor está justificado en la medida en que una protesta de tal magnitud, expresión de un malestar hace tiempo larvado, no puede dejar indiferente a nadie ni ser entendida como un hecho episódico, sino como un fenómeno sociológico de contestación y puesta en entredicho de pautas de comportamiento y de gestión que pueden llegar a convertir a muchos jóvenes, si no lo han hecho ya, en excluidos involuntarios dentro de un sistema que prescinde de ellos, quizá irreversiblemente.

En el fondo no deja de ser una manifestación a favor de una visibilidad que creen haber perdido y que desean recuperar. ¿No es ésta acaso otra expresión más de la “España de la rabia y de la idea”, de la que con tanto acierto como contundencia habló Don Antonio Machado?

¿Qué ocurrirá a partir de ahora? ¿Cómo evolucionará esa movilización que se ha extendido como el aceite en las principales ciudades españoles, grandes, medianas y pequeñas? Nadie lo sabe y es difícil hacer previsiones. Mas, ocurra lo que ocurra, es evidente que lo sucedido en España en la segunda quincena del mes de mayo de 2011 marcará un hito de gran importancia en la historia del país, tanto como fenómeno sociológico como advertencia de que el rumbo de la política española debe corregir deficiencias muy serias que han puesto en entredicho su credibilidad para un sector significativo de la población - el que tiene el futuro en sus manos -, cuyas reclamaciones y necesidades no pueden ser ignoradas.





17 de mayo de 2011

El Bachillerato de excelencia: ¿un pretexto para la discriminación y la desigualdad?


IES Beatriz Galindo de Madrid

No se ha hablado de este asunto en la campaña electoral, pero su intencionalidad anida en el ambiente. Con su habitual estilo provocativo y sin más explicaciones que las amparadas en el tópico, de ello habló la señora Aguirre, presidenta de la Comunidad de Madrid, a comienzos de abril, cuando propuso la creación en esa región, con vistas al próximo curso, de un Bachillerato que “ ofreciera a los alumnos más sobresalientes de Secundaria una enseñanza que como ellos, aspire a la máxima excelencia”. Se trata con ello de crear instituciones que primen los valores de 'excelencia, trabajo, esfuerzo, estudio, talento y dedicación', al igual que ya hacen otros países europeos que diferencian la formación de los alumnos más aventajados”. No dice, sin embargo, de qué países está hablando ni de cómo se gestiona en ellos la educación ni de los niveles presupuestarios que se conceden a este servicio básico. Por supuesto, tampoco valora sus implicaciones y sus posibles resultados, ya que todo se ampara en un juicio de valor predeterminado, que pondera la diferenciación del alumno en una etapa clave de su vida personal y formativa como criterio de distinción condicionante de su futuro en la sociedad.

Ningún otro gobierno autónomo del Partido Popular ha planteado una iniciativa de estas características ni tampoco ha emitido una opinión al respecto, que también ha estado ausente por parte de la comunidad educativa, pese a tratarse de una cuestión de indudable trascendencia, por lo que significa y por las connotaciones que tiene desde el punto de vista social y formativo. De ahí la conveniencia de plantear el tema y someterlo a debate con toda la carga de interés que merece. Me limito, pues, a sugerirlo apoyándome en dos reflexiones que, con autoridad y solvencia, lo abordan. La primera ha sido realizada, desde la experiencia que proporciona el trabajo la enseñanza secundaria, por la profesora María Antonia Salvador, del IES Zorrilla de Valladolid; la segunda se recoge en la aportación hecha sobre el tema por Enrique Gil Calvo, catedrático de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid. Creo que ambas ofrecen suficientes elementos de juicio para opinar sobre tan importante cuestión.

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