Hace más de cinco años - el 15 de agosto de 2008 y en el diario El Norte de Castilla- publiqué este texto sobre el expresidente del gobierno español que acaba de fallecer. Retomo aquellas ideas, y más allá de la distancia ideológica, en reconocimiento y homenaje a quien fue capaz en poco más de cuatro años de demoler una dictadura de cuarenta. Se podían haber hecho más cosas, seguramente quedaron numerosos cabos sueltos, la crítica no está ausente en el balance que quepa hacer, pero de lo que no cabe duda es de que durante su mandato se tomaron decisiones - y él las tomó con coraje y alto riesgo - que para muchos de quienes vivimos los años finales del régimen salido de la guerra civil parecían impensables.
Posiblemente ningún otro político español del siglo XX haya alcanzado el
nivel de respeto, reconocimiento y admiración de que actualmente goza Don
Adolfo Suárez González, y que por desgracia ya no puede percibir. Olvidados en
el tiempo quedan los comentarios que, a raíz de su sorprendente designación por
el Rey, trataban de descalificar una decisión que consideraban equivocada, bien
porque no respondía a las esperanzas de promoción de quienes los formulaban
bien porque la filiación franquista del elegido hacia prever que lo del “atado
y bien atado” iba para largo. Pocas voces autorizadas se alzaron entonces en
apoyo de un nombramiento que, como después se ha visto, no sólo estaba bien
calculado sino que respondía a un conocimiento previo de las enormes dotes de
adaptación a las circunstancias por parte de un personaje, cuyas cualidades
permanecían para el común de los
españoles en el mayor de los arcanos.
Su mandato (1976-1981) fue breve, aunque decisivo en todos los órdenes de
la vida política española. Se tomaron decisiones de enorme trascendencia, se
sentaron los cimientos de una etapa identificada con los principios que regían
las democracias más avanzadas del mundo, se arrumbaron con habilidad pasmosa,
no exenta de riesgos impensables, las estructuras formales de un régimen de
casi cuarenta años, haciendo uso de tácticas que nadie era capaz de presagiar
tras la muerte del dictador. Fue una complicada y azarosa peripecia que Adolfo
Suárez afrontó casi en solitario, a falta de un partido político que, con la
consistencia necesaria, respaldara sin fisuras una acción de gobierno dirigida
hacia un objetivo claro a partir de un complejo de decisiones en las que se mezclaban,
en dosis más bien aleatorias, la improvisación, la genialidad y la audacia.
Tuvo suerte en disponer a su lado de un grupo de colaboradores leales, que
en cada momento supieron apuntar en la dirección correcta, aportando los
conocimientos y el prestigio necesarios que permitieran al Presidente del
Gobierno, menos preparado que ellos, diseñar y llevar a término, con el coraje
que le caracterizaba, sus iniciativas más relevantes. Sin nada que ver con los oportunistas y presuntuosos que dentro de su propio partido hicieron todo lo posible por desacreditarlo, formaron éstos, en cambio, el núcleo rector
de los momentos más difíciles de la transición y sin dudarlo a ellos debe mucho
el balance de la experiencia suarista, pues sirvieron para afrontar con fortaleza
y viabilidad los tres grandes desafíos en los que vertebró su etapa de gobierno
como una solución de continuidad, pues no otra cosa fue, entre la dictadura y
la democracia. Me refiero, en concreto, a los logros alcanzados en la
normalización constitucional del país (Fernando Abril Martorell), en la voluntad
de corrección de las deficiencias funcionales de la Economía (Enrique Fuentes
Quintana) y en la supeditación del
Ejército a los principios del poder civil democrático, tarea ímproba a la que
tanto contribuyeron Manuel Gutiérrez Mellado y Alberto Oliart Saussols.
Surgen estas reflexiones al hilo de la noticia de que el Ayuntamiento de
Cebreros pretende construir un Museo a
la persona y a la obra de Adolfo Suárez en su pueblo natal. Dejando al margen la
polémica partidista que ha aflorado cuando se ha dado a conocer públicamente el
proyecto, y sin valorar la fiebre museística omnipresente en todo municipio que
se precie, no me parece correcto cuestionar una idea que, en principio, no está
mal pues todo lo que sea enaltecer el recuerdo del personaje debe considerarse
bienvenido. Sin embargo, tampoco la aplaudo, temeroso de que, lejos de contribuir
al objetivo deseado, establezca con el tiempo un contrapunto al reconocimiento
de una imagen que debe estar libre de las desatenciones e indiferencias a que a menudo se expone este tipo de
muestras, como la experiencia se encarga a menudo de revelar frente a
resultados pretendidamente optimistas.
Y es que la figura de Adolfo Suárez forma parte indisociable de la Historia de España y a la
par ocupa lugar destacado en las referencias internacionales alusivas al
esfuerzo de los pueblos por salir de situaciones de dictadura. Opino que, más
que un Museo, la dimensión simbólica que el hijo de Cebreros tuvo en la trayectoria
histórica reciente de nuestro país merece una Fundación, que sirviera de
aglutinante ideológico de los empeños intelectuales centrados en el significado
histórico de la transición y en la defensa de los valores que identifican la
calidad democrática, tan necesarios en momentos en que dichos valores se ven
con frecuencia preteridos o amenazados.
Mas me temo que eso no es ni será nunca posible. Y no sólo porque las
fronteras políticas son hoy tan rígidas que impiden confluencias
interpartidarias en esta dirección, sino también porque Adolfo Suárez no ha
tenido albaceas ni herederos, que preservaran su legado tal y como él, y
quienes le acompañaron, lo concibieron. Tuvo el mérito de desempeñar con éxito su papel en un momento
excepcional, único, e improrrogable, de la vida política española, pero ese
momento hace tiempo que pasó y los procesos que de él derivaron se corresponden
con otros patrones y estilos, que son simplemente distintos. Quizá no lo supo
entender, lo que explicaría su desconcierto y decepción ante el hecho de que,
sintiéndose admirado y reconocido, sus intentos de regresar a la política, bajo
la marca del Centro Democrático y Social, culminasen en el fracaso. Varias
veces lo señaló con más amargura que consolación, víctima, al fin, de su propia
paradoja: la que le llevó a la contradicción de comprobar de que la estima de
que era objeto no se correspondía con el débil respaldo merecido en un contexto
político encauzado por derroteros que definitivamente ya no eran los suyos ni podía controlar.