La otoñada se cierne sobre el espacio público
más frecuentado y apetecido. No es fácil ni usual encontrarlo vacío, sumido
en el silencio, en el sosiego total de la mañana festiva, cuando el sonido
habitual de las conversaciones y las pisadas, que justifican su razón de ser en
la atracción que ejerce la Biblioteca Pública, es sustituido por el tenue rumor
de la hojarasca que encuentra fácil acomodo en la plaza sin que nadie perturbe su pausada libertad de
movimientos, al socaire de la brisa mañanera. De pronto el paseante, acostumbrado a contemplar ese lugar a diario y a sentirse confortado con la percepción de
que se trata de un espacio de encuentro siempre cambiante y con el que se
siente identificado, detiene por un momento sus pasos, con el diario y el pan
en ristre, para contemplar el sinfín de detalles y matices que en las vivencias
cotidianas, y desvaídos por el tumulto, pasan desatendidos y que ahora, en el
escenario de la quietud, cobran un valor inestimable por excepcional. No le
invade la melancolía que, según dicen, motiva el espectáculo otoñal, sino la
sensación de que la vida sigue, de que los ciclos del año cumplen puntualmente su función, mientras
modifican los colores del paisaje sin alterar un ápice, empero, la esencia
misma de ese espacio público de relación que se mantiene incólume.
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