Cae el sol a plomo y
el paisaje, o lo que de él queda, se estremece cuando llega el mediodía. La
urbanización avanza imparable, acompañada de su omnipresente y tupida amalgama de hormigón, farolas, asientos desperdigados y demás artilugios
que reducen lo verde a la insignificancia. La densidad de farolas que nada
iluminan -o iluminan en exceso sin necesidad- sustituye al árbol como ingrediente benefactor y de alivio de los espacios
calcinados en este mundo del mediterráneo tan castigado por la voracidad urbanística,
tan refractaria a los paisajes arbolados. Los que lo defienden argumentan que
también se crea espacio público, espacio de relación y convivencia allí donde
la ciudad acaba perdiendo su nombre. La sensación de vacío impresiona cuando se
contempla en lontananza, pero resulta todavía más angustiosa cuando se ve
pasear, en medio de la nada, al abuelo con el nieto sin que el observador que
lo ve desde el puente del ferrocarril consiga captar, más allá de la imagen,
los pensamientos que anidan en la mente de ese hombre que aprovecha el espacio
desolado que le ofrecen. La imagen corresponde a una ciudad del Sur de Madrid.
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