Si las conmemoraciones que iluminan las calles y estimulan, a la par que el consumo, los más nobles sentimientos de amistad y solidaridad ocurrieron en la llamada Tierra Santa, no parece justo olvidar la tragedia que asuela ese territorio, que de pronto ha quedado sumida en la desatención o la indiferencia.
Palestina ya no figura con el interés hasta ahora merecido en el escenario mediático. Un deliberado manto de silencio se cierne sobre una realidad que ha conmocionado al mundo en los últimos tiempos hasta convertirse, pese a su gravedad y trascendencia, en una cuestión marginal. El que en su momento fue presentado como un acuerdo de alto el fuego, suscrito por Trump y Netanyahu, mancornados para siempre en el genocidio cometido y que no cesa, se ofreció al mundo con la idea de que los crímenes y la devastación habían terminado.
Pero lo cierto es que nada más lejos de la realidad, ya que la masacre continúa, las condiciones de vida de la población ofenden los principios más elementales de la dignidad humana, la política de expolio de Cisjordania se ha incrementado sensiblemente, la ayuda humanitaria se mantiene en niveles de restricción permanentes, mientras el silencio se impone como soporte de la impunidad. Y es que, como ha señalado Teresa Aranguren, "el acuerdo de paz ha servido para suavizar la crítica e intentar acallar la protesta, que cada vez se ha hecho más notable en las ciudades europeas y en el mundo occidental, ante la actitud cómplice de muchos de sus gobiernos”.
No parece honesto en estas fechas tan rutilantes festivas y adobadas de buenos sentimientos olvidar lo que ha sucedido y sucede en Palestina. Por esa razón me permito recordarlo.
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