Siempre he votado, he participado en ocasiones de forma activa y me he tomado muy en serio cuanto rodea a un proceso de
tanta trascendencia: candidaturas, debates, reflexiones, polémicas en el
claustro, esperanzas, alegrías, decepciones.. de todo ha habido en esa larga
singladura, cuyas anécdotas bien darían para un escrito novelado. He visto
cambiar la Universidad, suceder mil y una anécdotas, y apreciar desde dentro el
panorama de posibilidades y contradicciones que encierra. Desde la primera
elección democrática en febrero 1982 hasta la de ayer, en mayo de 2014, han
transcurrido treinta y dos años repletos de sucesos y de transformaciones. De ilusiones, esperanzas y también de alguna que otra decepción. Lo normal en un mundo de gran heterogeneidad y en una época donde todas las experiencias han sido posibles.
Seis
rectores la han gobernado desde entonces. El balance es muy desigual, como
ocurre cuando se trata de una institución tan compleja, sometida a vicisitudes
de todo tipo, repleta de inercias y marcada también por un caudal de esfuerzos
que han de ser valorado como se merece, sin olvidar tampoco las características
personales de sus gobernantes. Con sus luces y sus sombras, el proceso no ha
hecho si no reafirmar mi confianza en la Universidad Pública, para
identificarme con ella y a luchar porque su prestigio no se vea lesionado. En
ese empeño me mantendré mientras pueda, deseando lo mejor al nuevo rector - al
séptimo - y su equipo ya que de su buen hacer, de su capacidad, de sus
decisiones y de sus resultados depende en buena medida el que la Universidad de
Valladolid responda a los objetivos que la sociedad la encomienda y requiere.
Decisivos siempre, en los tiempos que corren son aún más ambiciosos y
esenciales.
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