2 de junio de 2021

La utilidad inutil de los intelectuales

 

Recurro al título de la conocida obra de Nuccio Ordine – “La utilidad de lo inútil”- para motivar la reflexión en torno a un hecho importante que no debe pasar desapercibido. Me refiero al progresivo debilitamiento de la presencia de los intelectuales en el panorama de la toma de decisiones adoptadas y aplicadas por los agentes dotados de responsabilidad operativa, tanto públicos como privados. No supone este oxímoron un sesgo pesimista sino la simple constatación de una tendencia que parece evolucionar en sintonía con la modificación de las condiciones que tradicionalmente han caracterizado los vínculos entre el intelectual y la sociedad, en cuyo funcionamiento ocupaba un papel clave la labor intermediadora ejercida por quienes, al fin, ostentaban la capacidad decisional efectiva.

            Lejos están ya los tiempos en los que intelectuales relevantes se mostraban como la conciencia crítica a la que se atendía en momentos cruciales de la vida pública: eran esa “conciencia histórica y social de su tiempo”, de que hablaba Simone de Beauvoir. Traer a colación, entre otras muchas, las figuras de Zola, Larra, Sartre, Zweig, Pardo Bazán o Giner de los Ríos, resulta pertinente a la par que nostálgica, cuando se trata de estimar las aportaciones que hicieron en ocasiones trascendentales de su época, en las que su voz emergía con fuerza hasta adquirir una resonancia que sobrepasaba con creces los horizontes en los que había sido planteada. La conocida cita de Zweig –“la razón y la política siguen raramente el mismo camino y son estas ocasiones las que dan a la historia su carácter dramático” – encierra una idea que tal vez resulta exagerada en función de los terribles episodios vividos por el autor, pero sin duda transmite la preocupación que suscitan las desavenencias producidas entre el modo de interpretar a fondo la realidad y las pautas aplicadas a su transformación. No hay que recurrir a la autocrítica para pensar que esta tendencia sea atribuible a errores, que sin duda los hay, de una y otra parte, cada cual responsable de un distanciamiento conscientemente asumido, sin abandonar la idea a favor de la recuperación de esa deseable simbiosis que tantas orientaciones positivas es capaz aportar en situaciones críticas, cuando todas las variables e indicadores han de ser considerados.

            Sin embargo, se muestra cada vez más patente la subestimación del papel desempeñado por el intelectual en los tiempos en que vivimos. Hay testimonios elocuentes (Krugman, Judt, Ovejero, a modo de ejemplos representativos, se han hecho eco en nuestros días) que insisten en la verificación de que el intelectual ha perdido el reconocimiento que tradicionalmente había tenido, coincidiendo con una puesta en revisión por parte del poder de la responsabilidad social de quienes solo disponen de su capacidad para analizar los hechos mediante la mente y la pluma. Tal revisión no es baladí, ya que va asociada, al menos para un sector importante del entramado decisional, al argumento de que los intelectuales ya no son necesarios ni sus observaciones merecen el valor que ellos pretenden. Ya no cuentan con sus opiniones en los foros de decisión que controlan cómodamente sin posibilidad de réplica ni contestación. A decir verdad, lo que sucede no debería extrañar demasiado, pues responde a una lógica congruente con el signo de una época en la que se han visto sensiblemente modificadas las formas de relación entre el poder y el pensamiento. Basta con remitirse a las cuatro tendencias que, en mi opinión, contribuyen a explicarlo.

            La primera se apoya en las distintas percepciones que una y otra perspectiva tienen de las relaciones construidas entre la teoría y la práctica. Si, como afirma Michel Foucault, no puede plantearse una visión práctica de los hechos sin una sólida fundamentación teórica, no es infrecuente comprobar hasta qué punto el valor de la efectividad prima sobre los planteamientos derivados del examen razonado en los que pudiera sustentarse, con frecuencia condicionados por la duda o por la actitud prudente a que obliga el riesgo de una decisión precipitada. Es evidente que, en segundo lugar, esta disociación que separa lo razonable de lo pragmático no es ajena al enfoque contrastado que se tiene respecto a la idea del tiempo como factor determinante del proceso decisional. De ahí la dicotomía que separa el corto del largo plazo, lo inmediato de lo sometido a las estimaciones susceptibles de aportar la prospectiva con que han de concebirse las actuaciones planteadas. Es un contraste de apreciación que, como tercer aspecto a considerar, remite a la desigual forma de consideración y tratamiento de los problemas, pues es hecho cierto que a menudo el enfoque fragmentario prevalece sobre el de carácter global, mucho más complicado éste que aquél, lo que puede entenderse como un factor limitativo de su aplicabilidad. Y, para concluir, no cabe duda de que en esta búsqueda de las divergencias interpretativas entre pensamiento y acción tiene un peso importante la rentabilización de las decisiones, en función de la relevancia otorgada a la altisonante proyección mediática como canal más efectista de su transmisión a la sociedad, con el positivo efecto de imagen que proporciona. Y es que cuando lo mediático domina sobre lo sistémico, los cauces que orientan la decisión se sienten liberados de la crítica entorpecedora, con independencia de si es o no conveniente y necesaria.   

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