Sinceramente me cuesta respaldar la iniciativa
de aquellas fundaciones que nacen identificadas con el nombre de la persona que
las promueve y en función de la cual ha de girar su actividad. Nada tengo
contra las que ven la luz cuando la persona a la que van dedicadas ha fallecido y son sus albaceas intelectuales
los que, inducidos por la figura que fue y la resonancia que tuvo en su tiempo, la conciben como espacio de encuentro
y de reflexión inspirados en los valores de su legado. Así ha sido con
Fundaciones como las dedicadas a Willy Brandt, a Charles De Gaulle, a Gregorio
Peces Barba o a Albert Einstein, entre otros. En este caso la Fundación les
trasciende o sobrevive, situación que no parece tan asegurada cuando el
artífice de la idea es juez y parte en vida.
Por eso, sin entrar a cuestionar
lo que ha representado y representa Don Felipe González Márquez en la historia
reciente de España, considero que la actuación emprendida bajo el ampuloso
nombre de su Fundación epónima sólo puede entenderse motivada por una elevada
dosis de vanidad, de egocentrismo o de afán de autojustificación que se avienen mal
con lo que debería ser ante todo un foro de debate, de controversia o, en cualquier caso, de análisis no mediatizado ni predeterminado del personaje. Y si además
en el Patronato, y presidido por él, hacen acto de presencia al tiempo gentes
de la familia o allegados que se lo deben todo, no cabe esperar otros
resultados que los que emanan de una voluntad hagiográfica sin reserva alguna,
a mayor gloria y loor de quien desde el principio constituye alma, corazón y
vida... y nada más. ¿O no? Es evidente que de su ejecutoria y de sus resultados depende la valoración que quepa hacer, pero de antemano no son pocas las prevenciones que este tipo de iniciativa suscita.
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