Treinta y cuatro años han transcurrido ya, el mayor periodo de vigencia de una Constitución democrática en España. Jamás había sucedido. Bastaría esta constatación para felicitarnos por el evento. Sin embargo, cuántas sombras se ciernen sobre el cumplimiento satisfactorio de lo que la Constitución establece. Más allá de los incumplimientos de algunos de sus principios o de la involución que, desde el punto de vista de las políticas solidarias, ha supuesto la reforma aplicada en 2011 sobre el compromiso de déficit, sobre todo tal y como está planteada su consecución, es difícil no tener la sensación de que la eficacia constitucional se halla mediatizada por la deficiente calidad que aún presenta nuestra democracia.
No sorprendería, por tanto, que para muchos ciudadanos la
relevancia de esta efeméride se viese empañada, e incluso diluida, por los flagrantes
retrocesos observados en la calidad de vida de quienes viven en España, por la
pervivencia de comportamientos corruptos que denigran el ejercicio de la
política, por la postergación del Parlamento como contrapeso del poder
ejecutivo y por el escenario de incertidumbres a que se ven abocadas las
expectativas de la mayor parte de la sociedad a la que le cuesta entender el
rumbo a que conducen decisiones políticas, sectariamente ideologizadas y
sustentadas en el divorcio entre lo prometido y lo decidido, que ponen en
entredicho la confianza que en su día suscitó la aprobación del texto
constitucional.
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