Confieso que nunca he logrado entender eso de las identidades colectivas. Es más, es un debate tedioso y repleto de lugares comunes, que siempre evito por higiene mental . De ahí que considere un disparate, con ribetes de aberración, la pretensión del tan hiperactivo como banal Nicolas Sarkozy de encontrar a fortiori la pátina de la identidad francesa, a la que deberán acomodarse cuantos habitan en el pais que ha tenido en la pluralidad de sus gentes una de sus características más valoradas.
Comprendo y justifico, en cambio, las individuales, porque la persona sí reviste rasgos que la identifican y diferencian, pero a nivel global las sociedades formadas por individuos múltiples se avienen mal con las simplificaciones de que adolecen las fórmulas identitarias, que difícilmente pueden representar, si no se matiza bien, a un grupo culturalmente heterogéneo. Que existen aspectos que definen una cultura asumida por la mayoría y que hay que respetar, cuando a su vez respetan al diferente, es algo obvio, pero de ahí a convertir esos rasgos en factor de exclusión media un abismo considerable.
La defensa acérrima y cerril de la identidad colectiva lleva en ocasiones a extremos de depravación que conviene denunciar. En el Ayuntamiento de Vic, en la provincia de Barcelona, ejerce como concejal un tal Josep Anglada, que dirige un partido denominado Plataforma per Catalunya, que en las últimas elecciones municipales obtuvo el 19 % de los votos en esa ciudad. Lo define como “un partido populista-identitario, creado para procurar un mejor control de la inmigración y más seguridad ciudadana”. Su referencia política más admirada sigue siendo Jörg Haider, el dirigente ultraderechista austriaco que tanto dio que hablar hace años como expresión del rechazo, con fuertes connotaciones racistas, hacia todo lo que proviniera de fuera, incluyendo ciudadanos comunitarios del Mediterráneo.
Coherente hasta la médula, la trayectoria de este político de Vic se remonta a la época en que batía sus armas y sus paranoias en las filas del partido llamado de Fuerza Nueva, de conocida filiación fascista, que se decía heredero a machamartillo del franquismo y que dirigió Blas Piñar. Seguro que si en aquel momento alguien la hablaba de Catalunya, la reacción habría sido violentísima. En 1989, y bajo las siglas de Frente Nacional, se presentó a las elecciones generales incluyendo en sus listas al tal Anglada. Fracasado su intento de ser alguien en Madrid, hoy aparece reciclado en el Nordeste de la Peninsula Ibérica, blandiendo su estandarte de xenofobia y exclusión en las ciudades de Catalunya, donde dispone de 17 concejales en nueve municipios.
Por ahí va, pues, la banda de Anglada, por los mismos derroteros que hoy siguen sus aguerridos colegas de La Liga Norte Italiana o del Vlaams Belang en Bélgica. Son la misma tropa excluyente que en Lombardia y en Flandes brama contra el diferente, contra el inmigrante, contra el que no se ajusta a su modelo identitario. Evidentemente, por fortuna, y aunque la banda de Anglada lleve ese nombre, Catalunya es sin duda mucho más que las huestes de quien espureamente utiliza el nombre de la tierra que vio nacer a Salvador Espriu, Jaume Vicens Vives o Antonio Gaudí, entre otros muchos que la dignifican y prestigian. Lo que sorprende, irrita y desconcierta es que el Ayuntamiento de la ciudad de Vic, gobernado en coalición por el centro (CiU) y por la izquierda (Ezquerra Republicana y Partit dels Socialistas de Catalunya-PSOE) asuma los postulados del partido de Anglada y prohiba el empadronamiento de los inmigrantes simplemente por el hecho de que están pendientes de normalizar su situación en el pais. Si en nombre de la identidad se hace algo así, algo podrido aflora, cuando se manipula, en torno a ese concepto.
Si tienen oportunidad, lean ustedes la obra coordinada por Levis-Strauss, L'Identité. Paris, Presses Universitaires de France, 2007 (reedición). Toda una lección de seriedad y sentido común a partir de lo que el conocimiento científico aporta sobre el tema.